Tan inquietante como la vulnerabilidad del Estado chileno en el caso Ojeda es la reacción del Partido Comunista, socio clave del gobierno del Presidente Boric.
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Durante su discurso en la conmemoración del atentado de Bernardo Leighton, perpetrado por la dictadura de Pinochet, el Presidente Gabriel Boric respaldó públicamente la tesis de la fiscalía chilena sobre el asesinato del exmilitar venezolano Ronald Ojeda. Según la investigación, el crimen fue ordenado desde Venezuela por el régimen de Nicolás Maduro y ejecutado en territorio chileno por una célula del Tren de Aragua autodenominada “Los Piratas”.
El solo hecho de que una dictadura extranjera pueda planificar y ejecutar un asesinato político en suelo chileno, mediante una organización criminal transnacional, debería estremecer al país. No sólo por la brutalidad del hecho, sino por lo que revela: que los servicios de inteligencia nacionales no fueron capaces de detectar una operación de esa magnitud, y que meses después fue la fiscalía -y no los organismos de seguridad- la que logró reconstruir el entramado detrás del crimen.
Pero tan inquietante como la vulnerabilidad del Estado chileno es la reacción del Partido Comunista (PC), socio clave del gobierno del Presidente Boric. Tras sus palabras, la secretaria general del PC, Bárbara Figueroa, señaló que “nosotros no nos vamos a pronunciar sobre una materia en la que ya nos hemos pronunciado”. Y efectivamente lo han hecho: defendiendo al régimen de Maduro, acusando de “anticomunismo” a quienes los critican o simplemente evadiendo el tema. Lautaro Carmona, el presidente del PC, afirmó que “no hay nada que diga que esto tiene que ver con una intromisión de Venezuela”; Figueroa agregó que “quienes politizaron un asesinato ha sido la derecha”.
No hay que ser demasiado perspicaz para notar la estrecha relación entre Maduro y el PC. El comunismo chileno ha sido, por años, un defensor disciplinado del dictador venezolano y de su régimen. El problema es doble, pues el PC es parte importante del gobierno -lo que de suyo choca cuando defienden una dictadura que el propio Presidente describe como artífice de ese asesinato-, y además han ocupado puestos cruciales en lugares tan delicados como defensa y justicia. ¿De qué sirve, entonces, que el Presidente denuncie a Maduro ante el mundo si dentro de su coalición mantiene aliados que actúan como voceros del propio dictador? Por la forma en que el PC respondió al asesinato de Ojeda, parece evidente que el partido prioriza sus relaciones internacionales por sobre la soberanía nacional. El mensaje implícito es inquietante: se puede ser parte del gobierno chileno y, al mismo tiempo, defender a un régimen extranjero que ordena asesinatos políticos fuera de sus fronteras.
La situación se vuelve aún más compleja considerando que la candidata presidencial del oficialismo proviene del PC. Nadie parece preocupado por ello, salvo para hacerle la rutinaria pregunta de si Cuba, Venezuela o Nicaragua son dictaduras. Ella se complica, responde con evasivas y el tema se cierra hasta nuevo aviso. Pero las consecuencias de esa ambigüedad están frente a nosotros: el caso Ojeda es la demostración más concreta de lo que ocurre cuando regímenes autoritarios operan libremente en otros países. ¿Qué ocurriría con un presidente comunista en Chile? ¿Qué tipo de relaciones establecería con potencias autoritarias como China? ¿Qué soberanía estaríamos dispuestos a entregar en nombre de la afinidad política? Estas no son preguntas retóricas: son interrogantes urgentes frente a un escenario donde la política exterior y la seguridad interior pueden quedar subordinadas a lealtades partidistas.
La dictadura de Maduro es un régimen criminal que utiliza bandas como el Tren de Aragua para expandir su influencia y neutralizar opositores dentro y fuera de su territorio. Por eso, la discusión no puede quedarse en si Venezuela es o no una dictadura; debe avanzar hacia las responsabilidades políticas y morales del Partido Comunista chileno en su defensa permanente del régimen venezolano.
Los vínculos entre el chavismo y las bandas criminales venezolanas están ampliamente documentados -como muestran los excelentes trabajos de Ronna Rísquez y Chris Dalby-. Por eso no debiera sorprender que un gobierno como el de Maduro los haya tolerado o usado: lo que debería llamar la atención es que un partido de la coalición gobernante mire hacia otro lado, sobre todo en medio de la crisis de seguridad que atravesamos. Si eso no es complicidad, no sé qué otro nombre tiene.