De consolidarse la paz en Medio Oriente, Donald Trump habría contribuido de una forma que pocos líderes pueden jactarse y ello servirá como una evidencia más de que hay que tomárselo en serio.
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Esta semana ha reinado un silencio elocuente en Chile. Justo cuando Donald Trump encabezó un acuerdo entre Hamás e Israel para intercambiar rehenes -paso inicial hacia un proceso de paz que busca poner fin a una guerra de dos años-, figuras de la izquierda chilena que han sido particularmente vehementes al denunciar los ataques israelíes sobre Gaza se han abstenido de celebrar, o de opinar siquiera, la evidente gesta del Mandatario estadounidense. Incluso el Presidente Boric sólo se refirió al tema con bastante desdén al ser consultado por la prensa. Este silencio revela algo más profundo: la dificultad generalizada para analizar la figura de Trump más allá de la condena moral automática.
Entre los intentos por comprender al personaje -y que es revelador de aquella dificultad- destaca el más reciente libro del periodista Daniel Matamala, “Cómo destruir una democracia: Cinco líderes en busca del poder total”, donde el autor analiza a Maduro, Bukele, López Obrador, Milei y Trump. Aunque se trata de personajes de orígenes, ideologías y contextos muy disímiles, Matamala los somete a un marco común: el de los “aspirantes a dictadores”.
Siguiendo una tesis popularizada en la academia progresista -y defendida en Chile por autores como Cristóbal Rovira, a quien cita-, Matamala ubica las emociones en el corazón del fenómeno. Según esta mirada, el vínculo entre caudillo y masa se sostiene no en un programa político, sino en un lazo afectivo compuesto de amor al líder y odio al enemigo común. La llamada “polarización afectiva” sería así el combustible que erosiona las instituciones y abre paso al autoritarismo. Sin embargo, este enfoque adolece de un problema de fondo: tiende a psicologizar y patologizar al electorado, reduciendo sus motivaciones a la irracionalidad o al resentimiento. Matamala explica el ascenso de estos líderes como una suerte de arrebato colectivo, descartando que detrás de su apoyo pueda haber razones legítimas o diagnósticos compartidos entre sus votantes sobre el malestar contemporáneo. En el caso de Trump, este sesgo se vuelve particularmente visible.
En la interpretación de Matamala, el movimiento MAGA (Make America Great Again) no se entiende sino como un estallido de racismo, machismo y xenofobia que habría manipulado a un electorado de “hombres blancos” resentidos por la pérdida de privilegios. La caricatura es evidente: decenas de millones de votantes son reducidos a un arquetipo unívoco; lo que Hillary Clinton denominó en 2016 como “Basket of deplorables”, con un resultado electoral lejos de exitoso. Junto a esa interpretación, Matamala alcanza a insinuar otra hipótesis más adecuada -la decadencia industrial, la globalización y el ocaso del sueño americano-, pero no la desarrolla. Prefiere insistir en la lectura moral: Trump sería la encarnación de lo peor de la historia estadounidense, un retorno del racismo estructural y del autoritarismo populista. Con ello, el autor refleja un ánimo extendido en buena parte de las élites: el de observar el fenómeno desde arriba, como si lo único que mereciera análisis fuera la figura disruptiva de Trump, cuyo apoyo sólo puede explicarse por la patología de quienes votan por él.
El intento por enfrentar esa perplejidad intelectual -la dificultad de tomarse en serio a Trump y lo que representa- es precisamente el punto de partida del nuevo número de la revista Punto y Coma del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), dedicado al estudio de los gobiernos del controvertido Mandatario y la atmósfera político-social que los rodea. En él no se busca exculpar ni celebrar al Presidente, sino comprender el trasfondo que explica su regreso al poder y analizar sus gobiernos en su mérito, con sus luces y sombras. El desafío, entonces, no es demonizar la reacción, sino desentrañar su fisonomía: comprender qué heridas sociales, culturales y políticas la originan, y cómo esas heridas se canalizan políticamente en un proyecto que, pese a su potencia, exhibe rasgos inquietantes de deriva autoritaria. Tomarse en serio a Trump implica reconocer ambas dimensiones; y, de hecho, combatir sus rasgos patológicos (que no son pocos) exige comprender a cabalidad el fenómeno.
Nos guste o no, de consolidarse la paz en Medio Oriente, Donald Trump habría contribuido de una forma que pocos líderes pueden jactarse y ello servirá como una evidencia más de que hay que tomárselo en serio.