Opinión
18-O: el espejismo de la paz social

Por Josefina Araos y Asunción Poblete


Lo inquietante entonces no reside en que puedan tener razón quienes amenazan con una nueva crisis, sino en que muchos de ellos no se hayan movido ni un solo centímetro de las posturas que sostuvieron en momentos tan críticos para nuestra democracia.

18-O: el espejismo de la paz social

La amenaza de un nuevo estallido social reaparece de vez en cuando en ciertos voceros de la izquierda chilena. Fue esa la advertencia formulada por el senador Jaime Quintana (PPD) en 2023, ante la posibilidad de que se aprobara el texto del Consejo Constitucional liderado por republicanos. El supuesto con que justificaba su argumento era que un “marco institucional más conservador, más a la derecha” podía “traer inestabilidad”. Asumía el senador una tensión inherente entre las posiciones de derecha y las demandas de cambio de la ciudadanía. En una línea similar, el candidato presidencial Eduardo Artés afirmó en una entrevista reciente que a un eventual gobierno de derecha “la calle” (de la cual sería un fiel representante) no lo dejará gobernar. La premisa es la misma: la derecha no estaría en condiciones de garantizar la paz social.

Esta premisa tiene una contracara: la izquierda sí aseguraría dicha paz. Eso explica que se asumiera como representante indiscutible de la ciudadanía en medio de la crisis de 2019, convencida de saber cuáles eran sus demandas. Fue un sector que no quiso advertir que, al apelar a un “parlamentarismo de facto” o a la “vía de los hechos”, estaba erosionando los cimientos de la democracia para justificar sus propias posiciones. La izquierda confundió –trágicamente– sus aspiraciones con los reclamos ciudadanos, y se convenció de que su interpretación constituía la única salida posible a la crisis. Esto solo se radicalizaría en los años siguientes: el triunfo del “apruebo” en el plebiscito de entrada, la derrota de la derecha en la elección de convencionales y el triunfo de Gabriel Boric el 2021 eran prueba suficiente de que los tiempos estaban en consonancia con ella: era su propio “fin de la historia”. De allí el fervor pseudo religioso con el que muchos celebraron al pueblo en acción. Al fin, Chile había despertado de su larga ensoñación.

Vale la pena detenerse en estos planteamientos al acercarnos a un nuevo aniversario del estallido social y político de 2019, y dada la probabilidad de que sea la derecha la que ocupe La Moneda en marzo. No se trata de aceptar la hipótesis de que pueda ocurrir un nuevo estallido, pues todo indica que el panorama es muy diferente que el de hace seis años. A quienes formulan esas amenazas habría que recordarles que, aunque la historia rima, nunca se repite tal cual, en parte porque los hechos mismos implican ciertos aprendizajes. La evidencia de la encuesta CEP del año pasado es la más clara en este sentido: si en 2019 un 55% de los chilenos apoyaba las manifestaciones, para 2024 la cifra bajaba a un 33%. Y esto no puede atribuirse a mera inconsistencia: luego de dos procesos constituyentes y un decepcionante “gobierno transformador” de la nueva izquierda, la gente aprendió que nada muy bueno salió del ejercicio de poner todo en suspenso. Si una de las consignas que más resonó en 2019 fue que “no habrá paz sin justicia”, hoy cobra fuerza su opuesto: sin paz la justicia se vuelve una quimera. La izquierda azuzó el enfrentamiento, el desorden y la inestabilidad, sin conseguir con ello la anhelada justicia. Lo más probable entonces es que sea a la izquierda a quien esta vez la calle (o donde sea que estén las grandes mayorías) no la acompañe. 

Lo inquietante entonces no reside en que puedan tener razón quienes amenazan con una nueva crisis, sino en que muchos de ellos no se hayan movido ni un solo centímetro de las posturas que sostuvieron en momentos tan críticos para nuestra democracia. Las grandes preocupaciones de la izquierda hoy día (y en particular de nuestro Presidente) están dirigidas a los peligros de una “ultraderecha” que, sin embargo, no ha tocado nunca el sillón presidencial. Mientras fueron ellos, como oposición, los que se mostraron dispuestos a sacar provecho de “los hechos” para poner en jaque un gobierno democrático, sus dardos apuntan a riesgos abstractos, que formulan como observadores pasivos de la realidad. Esta es entonces la interrogante crucial de hoy, a seis años de la mayor crisis desde el retorno a la democracia: ¿sigue la izquierda considerando ilegítimos a sus adversarios? ¿Ha hecho algún ejercicio serio de autocrítica? Es ella, en último término, la que debe ser sacada al pizarrón.

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