Por Pablo Valderrama
El resultado es un Estado laico con religión propia: una fe sin templo que hace catequesis desde la burocracia “neutral”, que impone su credo en nombre de la libertad y exige silencio a quienes no creen en él. Así, no solo pide que los políticos sean discretos con su fe, sino que sean ateos prácticos y que, a fin de cuentas, renuncien a lo más sagrado que tienen: su propia consciencia.
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Polémica generó una reciente columna de Benjamín Salas, exasesor de Sebastián Piñera, en la que critica a José Antonio Kast y, de paso, a cualquier político que deje entrar su fe a la esfera pública. El debate, sin embargo, excede con mucho a su autor: refleja una extendida pretensión de atar la religión al ámbito privado para sostener el mito de un espacio público neutral.
Sus defensores dirán que el problema no es que los políticos tengan convicciones religiosas, sino que las confiesen públicamente y traten de ser consecuentes con ellas. La religión puede habitar la consciencia, pero no las palabras. Da lo mismo si usted es católico o protestante, lo importante es que no lo parezca cuando habla. Si es parlamentario, debata solo con argumentos “racionales” y excluya, por cierto, cualquier alusión religiosa. Y si es Presidente, no haga de sus convicciones religiosas un programa de gobierno. La fe no convence a todos, sugieren, y por eso sus argumentos no tienen peso en democracia.
Pero esta distinción entre argumentos válidos e inválidos, presentada así, es un error. Exigir razones está bien, pero vetarlas por su origen, no. Además, no existe a priori argumento moral que convenza a todos: un utilitarista puede negar la dignidad kantiana con la misma convicción que un ateo niega la revelación bíblica. Y sin embargo, hay una diferencia: la tradición cristiana no pretende ocultar sus fuentes ni disfrazar sus compromisos como neutralidad técnica. El liberalismo secular, en cambio, ha naturalizado sus supuestos para hacerlos pasar por sentido común, buscando que sus premisas suenen a razón pura mientras las ajenas suenan a dogma incomprensible. En consecuencia, esta corriente no libera al debate de visiones del bien; solo declara inadmisibles las visiones de otros.
Este mismo error se replica en las políticas públicas. Un gobierno que promueve la “autonomía reproductiva” o la “identidad autopercibida” no es neutral. Difunde una antropología tan exigente como cualquier otra doctrina; solo que esta aparece como si no representara una posición, como la ausencia de toda visión. Racionalidad pura y dura, supuestamente. La jugada es astuta: hacer que las propias convicciones dirijan la acción del Estado, mientras se relega las demás al ghetto de lo privado.
El resultado es un Estado laico con religión propia: una fe sin templo que hace catequesis desde la burocracia “neutral”, que impone su credo en nombre de la libertad y exige silencio a quienes no creen en él. Así, no solo pide que los políticos sean discretos con su fe, sino que sean ateos prácticos y que, a fin de cuentas, renuncien a lo más sagrado que tienen: su propia consciencia.