Haber ligado su destino al del plebiscito del primer proceso constituyente fue el peor error de este gobierno. Después de eso, nunca logró encontrar un norte más allá de algunos logros puntuales.

En el ethos del Frente Amplio siempre estuvo latente la idea de que la repetición de ciertos discursos o hipótesis terminaría transformando la realidad. Así, mientras hace algunos años afirmaban con vehemencia que “Chile es el país más desigual del mundo”, hoy, ya en el gobierno, aseguran que el país está lejos de caerse a pedazos: Chile se “normalizó”. En los últimos meses, el Presidente Boric se ha empeñado en convencernos de que todo está bien: evita responder preguntas de la prensa, pero retuitea con entusiasmo diversos datos que refuerzan los relatos que busca instalar—que las arcas fiscales están sanas, que la inseguridad ya no es la de antes, que habría menos inmigrantes ilegales que durante el gobierno anterior. Si acaso hay alguna tensión entre aquello defendido hace cuatro años y hoy día, es algo que no llegan siquiera a preguntarse.
El problema es que resulta difícil sostener una identidad política a lo largo del tiempo con ese nivel de contradicción, y la derrota electoral reciente lo demuestra. ¿Qué hará entonces el Frente Amplio cuando deje el poder? Pongamos algunos ejemplos: construyeron su proyecto político levantando banderas como las fronteras abiertas y el “derecho humano a inmigrar”, y hoy día el Presidente defiende con uñas y dientes el legado de haber reducido el ingreso de migrantes irregulares al país. Apenas ayer promovían la plurinacionalidad y la libre determinación de los pueblos, denunciando además la “militarización” de La Araucanía –o el Wallmapu–, y sin embargo han gobernado con un Estado de Excepción permanente en la zona. Intentaron destituir a Sebastián Piñera para, finalmente, terminar rindiéndole homenaje como estadista. Criticaron duramente a las multinacionales y hoy celebran la llegada de la inversión extranjera como si se tratara de un mundial de fútbol.
Es bueno advertir que ninguno de estos cambios habría sido posible sin la derrota del 4 de septiembre de 2022. Ese es el acontecimiento que los provocó. La intención inicial del Frente Amplio era gobernar bajo el proyecto refundacional propuesto por la Convención Constitucional. Fue la fuerza de las circunstancias la que los obligó a renunciar a él, y hasta ahora no hemos visto una elaboración reflexiva de esa renuncia ni la articulación de una nueva propuesta. La pregunta inevitable, por lo mismo, es si ese proyecto original sigue ahí, latente, a la espera de una nueva oportunidad, o si la realidad terminó imponiendo un giro hacia un Frente Amplio socialdemócrata. El tiempo dirá cuál de esas dos almas prevalece, pero hasta ahora falta una explicación más detenida y detallada. Porque el segundo escenario no es mucho mejor: ¿nacieron de la impugnación a una izquierda cómplice del neoliberalismo para terminar siendo parte de ella? ¿Qué queda, entonces, en ellos que justifique un proyecto político diferente al de la antigua izquierda?
Haber ligado su destino al del plebiscito del primer proceso constituyente fue el peor error de este gobierno. Después de eso, nunca logró encontrar un norte más allá de algunos logros puntuales, como las 40 horas o la reforma de pensiones (que, a la luz de su historial en la materia, es otra forma de derrota). Tampoco es que antes del plebiscito las cosas fueran mucho mejores: la visita a Temucuicui de Izkia Siches —con una comitiva que debió retirarse bajo disparos— expuso la ingenuidad con que asumieron el Estado y sus desafíos. Lo mismo ocurrió con el episodio de los supuestos vuelos con migrantes haitianos que, según denunciaron, estarían siendo devueltos a Chile. Aún así, fue después del fracaso de la Convención que el gobierno nunca volvió a recuperar su agenda y pareció resignarse a navegar sin rumbo.
Y es que la precariedad del diagnóstico que tenían sobre Chile quedó en evidencia, tanto respecto de las hipótesis fáciles que tenían sobre nuestras deudas y problemas como de nuestras riquezas. Porque también había mucho de romanticismo sociológico en las posturas defendidas entonces. Los mapuches eran “buenos salvajes”; la migración solo enriquecía nuestra cultura; las tomas o las barras de fútbol expresaban formas autónomas y libres de la comunidad popular. Un imaginario tan reivindicativo como abstracto, donde no había tensiones ni conflictos: solo faltaba derrocar la voluntad de los poderosos.
La tragedia es que al quedar ellos en el lugar del poder, descubrieron del modo más duro que la voluntad no bastaba. Había partes de la realidad que no habían querido ver; el país y su gente no eran exactamente como los habían imaginado. Por eso quedaron pasmados y los impugnados de ayer —sus padres políticos en la izquierda— llegaron a salvarlos de la deriva, mientras se iba derrumbando todo aquello que los había definido. El “Caso Convenios” puso en cuestión el estándar ético de una generación que, en teoría, tenía otra escala de valores, mientras que el “Caso Monsalve” llevó una acusación por abuso sexual y violación al corazón mismo de La Moneda, con el mandatario dando explicaciones durante 53 minutos en una conferencia de prensa desconcertante. Sobran los ejemplos de su trágico derrotero.
Los Presidentes suelen aumentar su aprobación en el tramo final de su gobierno. No ha sido el caso de Gabriel Boric, quien se ha mantenido contenido en su base dura de apoyo, cuyo reverso es un rechazo persistente y mayoritario. Todo indica que el último tiempo de su mandato estará marcado por administrar la dura derrota presidencial y por intentar proyectar su futuro político. La peor alternativa sería intentar revivir la épica de la oposición al segundo gobierno de Sebastián Piñera, porque aquello tuvo costos altísimos para el sistema político que seguimos pagando. La mejor, sin embargo, es muy difícil: rehabilitar su proyecto político exige preguntarse qué los define una vez que han renunciado a casi todo.






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