Altos niveles de corrupción son tierra fértil para el crimen organizado. Dicho de otro modo, no atajar la corrupción ni hacer todo lo que esté a nuestro alcance para detenerla a tiempo también es abrirle la puerta al narco.
Todos esperamos que sea el Estado el que entregue seguridad y orden a los ciudadanos. Por decirlo en términos algo simplistas e instrumentales, pagamos impuestos a cambio de protección frente a amenazas que pongan en peligro nuestra seguridad, ya sea externas o internas.
Ahora bien, esta premisa está llena de matices y de problemas. Por ejemplo, las personas típicamente experimentan distintos aparatos estatales de acuerdo con el lugar donde viven. No es lo mismo relacionarse con el Estado desde Vitacura que desde Bajos de Mena, ni tampoco es lo mismo hacerlo desde Santiago que desde regiones. No es ninguna novedad que el Estado suele ser mucho más amable con las personas que tienen recursos que con los más pobres.
Además, en ciertos lugares del país hay, como sugería el politólogo Guillermo O’Donnell, “brown areas” donde el Estado no puede ejercer su autoridad, proveer bienes públicos, ni proteger a las personas. Comúnmente se ha pensado que es ahí, en esas “brown areas”, donde se instala el crimen organizado a controlar territorios y ejercer su poder. Y en cierto modo así es. El narco suele entrar en todos aquellos lugares donde el Estado no llega o es particularmente débil.
Sin embargo, también hay muchos casos que muestran que la relación entre el Estado y las organizaciones criminales es mucho menos antagónica y más fluida de lo que pensamos. En países como Colombia, México, Brasil o El Salvador se ha visto cómo los agentes del Estado pertenecen activamente a bandas criminales, participan de los negocios ilícitos y ejercen la violencia de un modo a veces mucho más brutal que el narco. En todos estos casos, la línea que separa al Estado de las organizaciones criminales se vuelve extremadamente difusa y cuesta diferenciar entre quiénes aplican la ley y quiénes la rompen. De hecho, los sociólogos Javier Auyero y Kathy Sobering hablan de “estados ambivalentes” para referirse a aquellos aparatos estatales que hacen cumplir la ley al mismo tiempo que colaboran con los grupos criminales.
¿Qué pasa con Chile? ¿Vamos hacia allá? Es difícil que sea así, pues nuestro país todavía está muy lejos de lo que ocurre en México, Brasil o Colombia. En todos estos países los carteles han asesinado a miles de personas, tomado regiones completas, controlado decenas de cárceles y en muchos casos han negociado sus ganancias ilícitas directamente con altos funcionarios del Estado.
Con todo, los múltiples casos de corrupción que han salido a la luz en los últimos meses en el contexto de la crisis de seguridad que atravesamos deberían servir para prender una señal de alerta. Esos casos son relevantes no sólo por lo que significan para la legitimidad del sistema, sino también porque pueden revelar dinámicas de corrosión estatal mucho más profundas y extendidas de las que hemos advertido hasta ahora. Altos niveles de corrupción son tierra fértil para el crimen organizado. Dicho de otro modo, no atajar la corrupción ni hacer todo lo que esté a nuestro alcance para detenerla a tiempo también es abrirle la puerta al narco.
Realmente no sabemos hasta qué punto el crimen organizado está metido en la política. Más allá de los casos aislados que han salido en la prensa no hay demasiada información al respecto. Y es lógico, pues estas dinámicas no operan en la superficie. Lo que sí sabemos es que nos quedan algunos pocos caminos alternativos para enfrentar el problema. Uno de los principales es el nivel local, donde suele haber menos fiscalización y a las bandas criminales les resulta mucho más sencillo y barato corromper. Los municipios pueden convertirse fácilmente en instrumentos del narco, pues el abandono del Estado a los gobiernos locales genera incentivos para que entre el crimen organizado a reemplazarlo. Así lo demuestra, por ejemplo, el caso de San Ramón y el exalcalde Aguilera.
Todavía estamos a tiempo de evitar que la línea que separa al Estado de las organizaciones criminales se difumine completamente. Todavía estamos a tiempo de evitar que sean todos narcos.