La “pérdida de acceso a intervenciones médicas afirmadoras de género, con impacto sobre el bienestar” solo puede ser descrita como una “pérdida” de “bienestar” si uno continúa acríticamente suscribiendo la imagen que el enfoque afirmativo transmite de sí mismo.
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Hace unos días la periodista Jennifer Block publicó un breve pero revelador documental sobre el giro que ha habido en relación con las terapias de género afirmativas. Quienes no han seguido esta discusión en detalle se encontrarán ahí, entre otras cosas, con los intentos de Wpath -la asociación que ha pretendido fijar los estándares en salud trans- por bloquear publicaciones de la Universidad Johns Hopkins cuando tales publicaciones mostraban lo precaria de la evidencia sobre la que se estaba operando. En una revisión de esos estándares, la misma asociación incluso eliminó -sin mediar discusión alguna- los límites de edad que sus propios asesores recomendaban para tratamientos hormonales e intervenciones irreversibles como las mastectomías. En otras palabras, se manipulaba y ocultaba información que minaba su propia agenda. Estas no son singularidades de Wpath, sino instancias de un patrón que durante los últimos años se ha revelado como recurrente, y que explica el reciente colapso en la credibilidad de la medicina transgénero.
Ya por años se había formado una amplia coalición crítica de muchas de las prácticas presentes en ese mundo, pero esa coalición –transversal en términos políticos y culturales– evidentemente se ha consolidado el último año. A documentales como el de Block se le puede hoy sumar reportajes en medios nada sospechosos de conservadurismo, como el New York Times o The Atlantic. En este último Helen Lewis ha escrito de modo elocuente sobre “la burbuja de desinformación liberal sobre la medicina de género en menores”. Algunos aún viven dentro de esa burbuja, pero la gran noticia es que esta se rompió.
¿Pero por qué se rompió? Esta es una pregunta asombrosamente ausente de una columna de Sofía Salas, publicada en El Líbero a propósito del libro “Deshacer el cuerpo” (IES, 2025). En lugar de rozar siquiera esa pregunta, Salas salta a una muy distinta: “¿Cuáles serían las consecuencias de suspender este tipo de programas?”, se pregunta. También esa es una cuestión pertinente, claro está, pero al no oír antes por qué algo ha ocurrido, un lector bien podría imaginar que estamos ante un giro arbitrario, un cambio puramente dependiente de las vicisitudes políticas de Norteamérica. Se llevaría una falsa impresión. En la misma línea, Salas nos recuerda su preocupación, manifestada hace ya un año, de que con el Informe Cass ganara fuerza un ambiente transfóbico. Noble preocupación, pero no parece haberse preguntado primero por qué fue necesario que se elaborara siquiera tal informe. Estos silencios no son irrelevantes. Dado el carácter incipiente de la discusión en Chile, lo menos que cabe esperar es que nuestra disparidad de juicios se refiera al menos a unos mismos hechos; que lo acaecido en otros países sea tomado como insumo que no se esconde bajo la alfombra; que la discusión parta del hoy amplio reconocimiento de que una serie de prácticas nada de triviales –con consecuencias serias y permanentes– estaban siendo empujadas sobre la base de evidencia muy débil. Tardía pero sensatamente, en el resto del mundo eso está cambiando.
Habiendo tocado ese primer punto, uno puede ya abordar la inquietud levantada por Salas. ¿Qué ocurre cuando esos programas se cierran? Hay un trasfondo relevante para esta pregunta. Aunque el giro actual dependa en gran medida de una reevaluación de la evidencia científica, también se cruza con un ambiente cultural y político en que las personas que no se identifican con su sexo pueden sentirse bajo asedio. En eso Salas tiene razón. No tiene sentido negar el peso de ese clima y la medida en que puede arrastrar consigo toda la discusión. Pero tampoco tiene sentido dejar que ese clima sea el ángulo desde el cual se dirima controversia alguna. Y el ángulo desde el que se dirime inevitablemente nos lleva de regreso a cómo se evalúa esos programas. La “pérdida de acceso a intervenciones médicas afirmadoras de género, con impacto sobre el bienestar” solo puede ser descrita como una “pérdida” de “bienestar” si uno continúa acríticamente suscribiendo la imagen que el enfoque afirmativo transmite de sí mismo. No es, sobra decirlo, nuestro caso, y tanto menos cuando se trata de menores. Es más o menos obvio que si las prácticas en cuestión son evaluadas críticamente, como dañinas, el bien de las personas requiere precisamente su limitación. También es claro que en ese caso otro tipo de terapia puede tomar su lugar -que la alternativa no es esto o nada-.
Los defensores del enfoque afirmativo tienen aquí un reflejo que parece necesario controlar: la tendencia a recordar a sus interlocutores que es importante pensar en las personas, como si ese fuese un original descubrimiento suyo. Hay que velar por el bien de las personas, pero la disputa es precisamente sobre cómo se ha desempeñado este enfoque en ese plano. En este marco cabe también recoger la crítica que Salas plantea ya en su título, la ausencia de ciertas voces. Salas comenta no un libro, sino el lanzamiento de un libro (una curiosa, pero legítima decisión), y su crítica es por tanto algo oblicua. Se atreve, declara, a suponer que los autores no hemos entrevistado a las personas encargadas del Programa de Apoyo a la Identidad de Género o a las duplas psicosociales que lo ejecutan. Y adivina bien, no es esa clase de libro. Tampoco entrevistamos a personas que han detransicionado, ni a padres asediados por quienes empujan a sus hijos a la transición. Lo uno y lo otro con seguridad sería valioso. Pero nadie se ve ayudado si bajo el pretexto de oír todas las voces se olvida plantear las preguntas relevantes.