La izquierda latinoamericana atraviesa una profunda crisis de sentido. Carente de un proyecto, se ha refugiado en consignas morales y en la denuncia permanente del adversario, antes que en la construcción de una alternativa política capaz de interpelar a las mayorías.
.png&w=1200&q=75)
La cadena nacional del Presidente Gabriel Boric la semana pasada no dejó a nadie indiferente. El mensaje estuvo marcado por su crítica implícita a José Antonio Kast y al recorte de 6.000 millones de dólares que pretende realizar el candidato republicano. Más allá de si la intervención presidencial favorece al propio mandatario o a Kast, lo cierto es que no existen antecedentes -al menos en el Chile democrático de los últimos 35 años- de un Presidente utilizando el aparataje estatal que supone una cadena nacional televisada para atacar a un candidato opositor a menos de dos meses de una elección.
El Presidente se justificó señalando que discutir sobre políticas públicas es “democrático”. La vocera, Camila Vallejo, reforzó esa idea al afirmar que “es una promesa vacía que puede tender a confundir o poner en riesgo cuestiones que son de gasto muy importantes”. ¿Qué habría ocurrido si el asunto hubiera sido al revés? ¿Si el expresidente Sebastián Piñera hubiera hecho lo mismo con Gabriel Boric en 2021, cuando el entonces diputado prometía un sinfín de imposibles, como transporte público gratuito y sustentable?
El asunto es grave, porque revela el modo en que la nueva izquierda instrumentaliza sus categorías e intenta transformar el entorno a través de discursos que poco tienen que ver con la realidad. En este sentido, es al menos curioso que el adversario siempre pueda ser clasificado como “ultraderecha”. Hoy califican así a José Antonio Kast, pero en enero de 2018 -antes de que Sebastián Piñera asumiera la presidencia- Camila Vallejo ya lo llamaba, en una entrevista, un gobierno de “ultraderecha”. Ahí radica un asunto fundamental: para la nueva izquierda, la derecha es ilegítima para gobernar -desde Piñera hasta Kast- o, al menos, es necesariamente extrema. De ahí se entiende que sus armas contra ellos sean siempre las peores: no hay límites frente a este tipo de adversarios; todos los medios de lucha son válidos. Eso les sirve, además, para justificar sus propios abusos a la ley. Basta leer las conversaciones entre Catalina Pérez y Daniel Andrade, donde atribuyen sus delitos a un supuesto ardid de la “ultraderecha”.
A este coro de la “ultraderecha” se han sumado muchos: académicos, comentaristas, expertos y analistas. No se trata de negar que existan fenómenos relevantes que observar -claramente gobiernos como los de Donald Trump o Javier Milei merecen atención-, pero la obsesión con la “ultraderecha” ha terminado por oscurecer lo que ocurre en el resto del espectro político. En América Latina también están Cuba, Venezuela o Nicaragua, regímenes donde la represión y el autoritarismo se justifican bajo la retórica de la justicia social. Sin embargo, esos casos parecen despertar menos interés entre quienes se dedican a clasificar los demás regímenes.
La izquierda latinoamericana atraviesa una profunda crisis de sentido. Carente de un proyecto, se ha refugiado en consignas morales y en la denuncia permanente del adversario, antes que en la construcción de una alternativa política capaz de interpelar a las mayorías. Su discurso se ha vuelto autorreferente, más preocupado por ganar debates semánticos que por comprender los problemas reales y cotidianos de las sociedades que dice representar. Basta escuchar el silencio incómodo en materias de seguridad, narcotráfico y migración.
El resultado es un debate público empobrecido, donde las etiquetas reemplazan a las ideas y donde el lenguaje moral reemplaza al pensamiento político. Llamar “ultraderecha” a todo lo que no encaja en el guion se ha convertido en un arma retórica para deslegitimar al adversario sin tener que rebatirlo. Pero cuando todo es “ultraderecha”, nada lo es; y cuando la política se reduce a ese ejercicio, el único que gana es el adversario que dicen querer combatir. Nadie sabe para quién trabaja.
Convendría advertir por lo demás a esta izquierda que la retórica de la “ultraderecha” es una estrategia condenada al fracaso. Puede haber funcionado en la elección del 2021, pero el argumento ya está gastado. Si vuelven a utilizarla, la ciudadanía dejará de creer en ella, mientras sus aborrecidos adversarios seguirán ganando terreno en los sectores populares que alguna vez representaron. Enfocarse en denunciar a la “ultraderecha” en lugar de construir un proyecto político propio -uno que vuelva a hablarle a la ciudadanía, a sus miedos y a sus aspiraciones- es la mejor forma de reconocer que ya han sido derrotados.