Uno de los grandes retos que enfrentará la derecha el próximo año será la constitución de una plantilla parlamentaria que no solo sea exitosa desde una perspectiva electoral, sino que también permita gobernar razonablemente
Es difícil negar que una de las principales conclusiones de la reciente elección municipal fue el fortalecimiento de Chile Vamos. No solo se logró recuperar —por un amplio margen— la simbólica comuna de Santiago, sino que se ganó en varios lugares complicados, y se obtuvo una mayoría de votos en concejales (que es la contienda que permite medir la fuerza relativa de cada cual). Con todo, el triunfo fue tan real como acotado; y no da para descorchar ni para grandes celebraciones. Aunque la derecha quedó bien aspectada, el escenario está muy abierto. No es una mala noticia, considerando el daño que han causado las últimas borracheras electorales.
Por lo mismo, si realmente quiere proyectar el triunfo, resulta imprescindible que la derecha realice un diagnóstico muy fino de todo lo que ocurrió el domingo, sobre todo en lo que respecta a sus carencias y debilidades. Por de pronto, hubo derrotas especialmente dolorosas, entre las que se cuentan Puente Alto y Viña del Mar. Es importante tomar nota de ese dato: se perdieron comunas donde era perfectamente posible ganar. ¿Qué errores se cometieron, qué estrategias fracasaron? ¿Faltó trabajo territorial, faltaron dirigentes dispuestos a dar batallas difíciles? Cabe agregar, además, que el oficialismo mostró una resiliencia que no deja de ser admirable. El Gobierno fue derrotado, sí, pero estuvo muy lejos de derrumbarse, a sabiendas de que los comicios se dieron en medio de una delicada crisis.
En ese sentido, la derecha no debe olvidar que su triunfo se dio en una coyuntura singular (caso Monsalve), en que el Gobierno ha mostrado una impericia rayana en el absurdo. En cualquier caso, la comparación con la elección municipal del 2021 es inevitable. La derecha también enfrentó esos comicios en un momento crítico —el gobierno había recurrido al TC para frenar los retiros— y fue literalmente arrasada. En momentos difíciles, la derecha chilena se desploma. Por el contrario, la izquierda aguantó el golpe, y su derrota fue (mucho) menos amarga de lo esperado. Es más, el oficialismo tuvo algunos triunfos que le permiten mirar con esperanza el futuro: los alcaldes de Maipú y Renca son figuras con enorme proyección. La izquierda tiene problemas serios, pero no está acabada, ni de lejos.
Ahora bien, la amenaza para la derecha tradicional no venía solo del oficialismo, sino también del ala republicana. Desde un principio, la tienda de José Antonio Kast planteó esta contienda como una instancia decisiva tanto para consolidar su partido como para lograr la hegemonía al interior de la derecha. La estrategia era legítima —al fin y al cabo, así se resuelven las disputas en democracia—, pero no todo resultó según los planes. Si los republicanos aspiraban a igualar el peso electoral de Chile Vamos, la realidad fue distinta: no llegaron ni a la mitad. Desde luego, la colectividad creció mucho, pero su peso relativo no se corresponde con las expectativas que los mismos republicanos habían anunciado.
Esto tiene consecuencias políticas evidentes. Si en los últimos meses sectores relevantes de Chile Vamos tomaron decisiones de importancia en función de la presión ejercida por el mundo republicano, hoy queda claro que eso no tiene sentido. Los republicanos representan una fuerza significativa, pero están lejos de poner en riesgo la sobrevivencia de la derecha convencional. No hubo sorpasso, ni nada semejante. En consecuencia, Chile Vamos debería hacer exactamente lo contrario de lo obrado por la centroizquierda hace algunos años: construir un proyecto autónomo, sin atender a las huestes de Kast, sino que recreando sus propias tradiciones. En otras palabras, la identidad de Chile Vamos no puede depender de las decisiones del Partido Republicano. Esto no implica dejar de ser duro con el Gobierno cuando haya motivos, ni abandonar las convicciones propias en materias sensibles, pero sí requiere más determinación a la hora de fijar el ritmo y la forma.
Ahora bien, mirar hacia el futuro y aprovechar la coyuntura también exige formular la pregunta respecto de la pertinencia de conservar tres partidos. En un escenario político fragmentado, plagado de partidos pequeños articulados en torno a caudillos, todo indica que Chile Vamos debería tender a una convergencia. La pregunta central es cuál es el proyecto histórico de la coalición y sus partidos, y la verdad es que no hay ninguna razón de peso para mantener la estructura actual, que solo remite al pasado. Después de todo, la identidad profunda de la UDI estuvo vinculada íntimamente a la transición, que ya está enterrada. El esfuerzo de Evópoli por construir una derecha liberal no ha encontrado espacio para desplegarse, pues los vientos corren en otras direcciones, y en Renovación Nacional siempre han confluido diversas corrientes. Mantener en vida tres partidos no parece el camino adecuado para responder a los desafíos que vienen.
Un eventual gobierno de Evelyn Matthei, por mencionar un hito próximo, necesitará de modo imperioso una fuerza consistente que lo respalde. Por lo demás, uno de los grandes retos que enfrentará la derecha el próximo año será la constitución de una plantilla parlamentaria que no solo sea exitosa desde una perspectiva electoral, sino que también permita gobernar razonablemente (sin retiros de por medio). No parece adecuado que cada partido haga ese trabajo por su lado, pues se trata de un esfuerzo que solo dará resultados si es realizado en conjunto. Algo parecido ocurre con la preparación de cuadros para ingresar al Ejecutivo, y más aún en el indispensable trabajo programático. Nada de esto supone negar que en Chile Vamos hay diferencias, pero ninguna de ellas justifica que haya tres partidos. Desde luego, el proceso de convergencia será necesariamente lento; pero, por lo mismo, es importante iniciarlo cuanto antes.
La última vez que la derecha gobernó Chile, las cosas no terminaron bien. Lo más fácil es culpar del descalabro a la oposición de entonces (y hay excelentes razones para hacerlo). Sin embargo, eso no agota el problema. En ese momento, la derecha también se enfrentó con sus propios demonios: poca preparación, falta de diagnóstico y escasa disciplina. El momento actual es auspicioso, pero servirá de poco si la derecha no está a la altura del desafío y si no asume la responsabilidad histórica de sacar al país del marasmo. Es la hora decisiva.