Trabajar por una ciudad más justa y la crisis de vivienda es un imperativo para la política, pero resignarse a las vías de hecho traerá aún más problemas a la larga y cobrará víctimas donde antes no las había. La familia Correa puede dar un trágico testimonio de ello.
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Después de años de calvario, esta semana comenzó el desalojo de la toma de Quilpué en el terreno perteneciente a la Alejandro Correa, asesinado en 2020 tras denunciar su ocupación irregular. Si bien en las diversas instancias judiciales se le dio la razón a la familia propietaria, fue el poder ejecutivo quien les dio la espalda una y otra vez para concretar el desalojo y recuperar su terreno (a su padre, lamentablemente, no lo podrán recuperar). Así, la demolición iniciada esta semana no solo pone fin a un drama familiar, sino que ayuda a entender, nuevamente, la ambivalente relación de la izquierda gobernante con las tomas.
Como sabemos, el problema de los campamentos y las tomas de terreno es delicado, y la crisis de vivienda se ha agudizado en los últimos años tras décadas de políticas ineficaces. Esto se ha entrelazado además con la migración desmedida y el crecimiento del narcotráfico. Solo para tener una imagen del cuadro: según Techo-Chile, en 2019 había cerca de 50 mil familias en 780 campamentos, mientras que hoy hay 120.584 familias en 1.428 asentamientos irregulares, lo que ocurre tanto en terrenos fiscales como privados.
Aunque el problema tiene raíces largas, la agudización de la crisis se explica, al menos en parte, por una gestión deficiente del Ministerio de Vivienda y una relación ambivalente del gobierno respecto a las tomas. La izquierda que nos gobierna antepone un pretendido derecho a la vivienda por sobre el derecho de propiedad de quienes son los legítimos dueños de los predios usurpados (sin tampoco avanzar en resolver la crisis habitacional). Ello los lleva a validar expresa o tácitamente las tomas de terreno como vías de facto para obtener una vivienda, al margen de las vías institucionales. Algo así prometía Boric candidato en 2021 (“no habrá desalojos sin solución habitacional”), y confirmaba Giorgio Jackson al plantear como “win-win” la venta forzada de terrenos usurpados. Esta visión contrasta con la de los tribunales de justicia que han dispuesto el desalojo y/o demolición de tomas irregulares de terrenos ajenos. Según este mismo medio, desde 2022 la justicia ha solicitado 22 órdenes de desalojo a las delegaciones presidenciales regionales, pero ocho de ellas aún siguen pendientes de concretarse.
El caso de la familia Correa ejemplifica muy bien la posición que ha tomado el gobierno. En 2021, la Seremi del Minvu de Valparaíso ordenó la paralización y demolición de las construcciones que habían en el terreno, pero éstas nunca se ejecutaron, razón por la que la familia presentó un recurso de protección que fue acogido por la Corte de Apelaciones de Valparaíso. Sin embargo, la solución se siguió postergando de manera deliberada, según acusó la abogada de la familia afectada, Jeannette Bruna: “El gobierno no ha sido proactivo, lo que tiene que ver con la ideología que está detrás respecto a obligar a los privados, incluso por la fuerza, a solucionar problemáticas que tiene el Estado”. Todo esto es evidente, y la opinión pública advierte el sesgo y rechaza el abandono que sufren las víctimas de las tomas. Solo por dar un ejemplo, la semana pasada se viralizó y concitó apoyo en redes sociales el tenso cruce del periodista José Antonio Neme con una pobladora de dicha toma por su negativa a irse del lugar y por la frivolidad con que se refirió al asesinato de Alejandro Correa
Por cierto, al caso de la familia Correa en Quilpué se suman otros. La complacencia del gobierno con las tomas se extiende a la megatoma de San Antonio, en la que viven más de 10 mil personas. A principios de año, y bajo presión, los dueños del predio usurpado acordaron la suspensión de desalojo con el Gobierno, ante la falta de voluntad de ejecutarla. La polémica se desató no sólo por el evidente desacato de una orden judicial, sino también por el pésimo precedente que se instaló: el atajo institucional es más efectivo que seguir la norma (y postular a un subsidio o solución habitacional como miles de chilenos), aunque ello afecte al resto. Además, en aquella ocasión la reacción del ministro de Vivienda, Carlos Montes, reafirmó esta complacencia. Respondió a los críticos que el acuerdo «no debiera incentivar la irresponsabilidad» de los pobladores, aunque reconoció que existe «el riesgo» de que algunos no cumplan. Un voluntarismo poco consistente con la realidad.
El problema es que todos estos casos se enmarcan en una crisis mayor, en que sus botones de muestra son la pésima gestión del gobierno en la reconstrucción por los incendios de Viña del Mar, la vinculación del MINVU con el caso Convenios, la reciente revelación de una millonaria deuda existente en la cartera (cuestión que tiene al ministro Montes una vez más contra las cuerdas y al borde de la interpelación). En conjunto, estos escándalos evidencian que el ministerio no sólo fracasa en su misión de proveer soluciones habitacionales dignas, sino que además normaliza la ilegalidad y abandona a sus víctimas. Trabajar por una ciudad más justa y la crisis de vivienda es un imperativo para la política, pero resignarse a las vías de hecho traerá aún más problemas a la larga y cobrará víctimas donde antes no las había. La familia Correa puede dar un trágico testimonio de ello.