El desafío de, por un lado, construir una agenda de seguridad que conecte con el anhelo de paz de una ciudadanía cansada e impaciente y, por otro, abordar de forma integral todas las aristas del problema, es enorme.

La candidatura presidencial de José Antonio Kast no solo se tomó en serio la crisis de seguridad que atraviesa Chile, sino que además sembró altas expectativas respecto de sus posibles caminos de solución. Tras el abultado triunfo, llega el momento de hilar más fino y concretar. Lograr esa bajada, sin embargo, también implica ajustar los diagnósticos de campaña y convertirlos en aproximaciones más acabadas, especialmente en ámbitos tan dinámicos como el crimen organizado.
Las bandas extranjeras han modificado la criminalidad en el país, introduciendo nuevos delitos -como la extorsión y el secuestro- y transformando la cultura criminal. Al mismo tiempo, varias organizaciones criminales locales, con alto poder de fuego, se han fortalecido desde la pandemia. Existen numerosos territorios donde el Estado no llega y que, por lo mismo, como sugiere Pablo Zeballos, son tierra fértil tanto para bandas chilenas como extranjeras. El crecimiento exponencial de las tomas de terreno capturadas por el crimen organizado durante la última década así lo demuestra.
Sin embargo, un aspecto que no suele incluirse en el diagnóstico de Kast (ni de prácticamente nadie en la esfera política) es la relación entre el Estado y el crimen organizado. En los discursos del Presidente electo se observa una división entre “ellos” (el crimen organizado) y “nosotros” (el Estado) que no se ajusta del todo a la realidad. Por incómodo que resulte aceptarlo, la literatura comparada reciente es consistente en mostrar que, para florecer, el crimen organizado requiere algún grado de participación estatal. Parafraseando al académico Benjamin Lessing: sin la cooperación del Estado no hay crimen organizado. Basta con observar lo ocurrido hace un par de días en el penal Santiago 1, donde 42 gendarmes están siendo investigados por facilitar la distribución de drogas al interior del recinto y permitir el ingreso de celulares, alcohol y visitas no registradas. De ahí que resulte indispensable incorporar la variable de la cooptación estatal en cualquier análisis de política pública, desde la participación de los militares en la frontera hasta el trabajo de los guardias municipales en labores de seguridad.
Por otro lado, nuestra crisis no se reduce al narcotráfico. Aunque este sigue siendo el principal delito vinculado al crimen organizado, existen otros fenómenos de gran relevancia respecto de los cuales el gobierno entrante debe desarrollar relato y medidas, como el tráfico de armas o la explotación sexual infantil –que ha crecido un 89% en los últimos tres años y afecta principalmente a inmigrantes-.
Asimismo, la crisis de seguridad no se agota en el crimen organizado. Tal como ha señalado Juan Pablo Luna, múltiples ilegalidades circulan cotidianamente en nuestra sociedad. No se trata simplemente de expulsar o encarcelar a los delincuentes. Frente a las dificultades del trabajo formal, el acceso al crédito, la baja escolarización y otras carencias estructurales, emergen dinámicas que, por fuera de la ley, vienen a llenar los vacíos dejados por el Estado. Entre ellas, el comercio ambulante, que ha destrozado los centros históricos de muchas comunas del país; los prestamistas ilegales, que cobran intereses monstruosos a personas vulnerables bajo amenaza de violencia; los niños abandonados por sus familias y por un Estado que falla persistentemente, reclutados cada vez más jóvenes por el crimen organizado y que funcionan como carne de cañón de las bandas criminales (como muestra el libro Soldadito del Narco, del periodista Matías Sánchez); o el negocio de las apuestas online y de los tragamonedas ilegales, presentes en prácticamente todo el país, que fomentan la ludopatía entre los sectores más vulnerables, incluidos niños y adultos mayores. Y así podríamos seguir.
La “bukelización” de la agenda de seguridad -con la que el mundo de Kast ha coqueteado en algunos momentos- es una estrategia insuficiente no solo porque han surgido antecedentes de los pactos secretos de Bukele con las pandillas salvadoreñas o por los conflictos de derechos humanos que conlleva, sino también porque invisibiliza las múltiples ilegalidades que hoy circulan en Chile y las diversas dimensiones de la crisis de seguridad. Cuando debatimos sobre seguridad, también toca hablar de infancia, trabajo y educación. La dimensión punitiva, aunque muy relevante, no puede estar totalmente separada de las restantes.
El desafío de, por un lado, construir una agenda de seguridad que conecte con el anhelo de paz de una ciudadanía cansada e impaciente y, por otro, abordar de forma integral todas las aristas del problema, es enorme. En ese sentido, es crucial tomarse en serio las percepciones ciudadanas -como bien ha hecho el mundo republicano-, pero también comenzar desde ya a elaborar diagnósticos más precisos que los esbozados en campaña. Este es, en rigor, el primer paso para salir de la crisis.



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