Todo cambia porque somos seres gregarios e imitativos, cuyo modo de vida compartido se ha ido quedando sin pausa. Con días intercambiables, pero que dependen de que siempre haya alguien con su trabajo sosteniendo la constante operación.
.png&w=1200&q=75)
Veintidós años atrás, en un Chile muy distinto, el alcalde de Santiago, Joaquín Lavín, impulsaba la apertura del comercio un domingo al mes. Se trataba, le parecía, de un mecanismo apto para reactivar la ciudad. La idea lo llevó a chocar con el Vicario de la Pastoral de los Trabajadores, Ignacio Muñoz, quien apelaba tanto a los derechos de los trabajadores como a la reunión familiar. Nada era tan nocivo para las familias, retrucaba Lavín, como la falta de empleo. Sobra decir que ganó Lavín, pues los veinte años que nos separan de ese mayo del 2003 han dejado atrás cualquier noción del domingo como sagrado.
Resulta inevitable recordar esa controversia al seguir hoy la disputa del arzobispo Chomalí contra la apertura del retail en Viernes Santo. A la luz de lo ocurrido con el domingo, la vuelta sobre los mismos argumentos parece algo quijotesco. Y sin embargo, al país le vienen muy bien esas actitudes quijotescas que nos vuelvan claro el significado de cada pequeña decisión en este ámbito. Hoy, como es obvio, las urgencias del mundo laboral parecen tanto más fuertes que entonces. Pero no por eso se vuelve indiferente lo que ocurre con el calendario. En este se juega, en parte, el ritmo de nuestras vidas. Por lo mismo, ha tenido un papel importante en todo proceso revolucionario. Ahí está el testimonio de los revolucionarios franceses pasando a la semana de diez días y situándose a sí mismos en el Año Uno. Más eficaz en generar ese tipo de cambios parece, sin embargo, nuestro actual régimen de vida, que en rigor ha vuelto cada día intercambiable con otro. Aquí nadie parece imponerle nada a nadie y, sin embargo, todo cambia.
Todo cambia porque somos seres gregarios e imitativos, cuyo modo de vida compartido se ha ido quedando sin pausa. Con días intercambiables, pero que dependen de que siempre haya alguien con su trabajo sosteniendo la constante operación. Inevitable efecto colateral del pluralismo –dirá alguien–, ya no hay nada que veamos en común como sagrado. En parte es cierto. Pero lo más interesante no es esa trivial constatación, sino el hecho de que aquí se rompe una gran ilusión de la sociedad pluralista. ¿Cuál? La ilusión de que la vida puede ser organizada de manera tal que cada uno haga lo que prefiera sin poner carga alguna –material o espiritual– sobre otros. Hay aspectos de la vida en que eso efectivamente es posible. Esa es la media verdad de una sociedad plural. Pero la otra mitad de la verdad es que la multiplicación de opciones muchas veces reconfigura la vida de todos, que la sociedad plural inevitablemente se orienta en alguna dirección. Si eso ocurre con el calendario, qué decir de otras áreas. Bienvenidas las voces, entonces, que lo hacen visible.