Cada peso desviado, cada proyecto fallido, cada contrato fraudulento, no solo alimentó la corrupción: debilitó aún más la ya frágil presencia del Estado en los lugares donde más se lo necesita.

Hace unos días, el Observatorio de Crimen Organizado y Terrorismo de la Universidad Andrés Bello presentó un informe que realiza un balance de la seguridad pública en Chile, durante el período 2014-2024. Entre muchos datos relevantes, el documento muestra que, en la última década, los homicidios en el país aumentaron un 86%, los secuestros crecieron un 74% y las extorsiones pasaron de cuatro a 303 casos. Las alzas son muy significativas, y probablemente las cifras reales de extorsiones y secuestros sean aún mayores, ya que el informe solo considera los casos denunciados ante las autoridades oficiales. Durante estos años, el gobierno ha tendido a restarle importancia a este problema, insistiendo en que estamos mucho mejor que el resto de América Latina. Y en parte esto es cierto: si nos comparamos con Ecuador, México o algunas zonas de Perú, nuestra situación es objetivamente mejor. Sin embargo, si nos comparamos con nuestras propias cifras históricas —siendo ese el verdadero punto de referencia—, estamos muy lejos de estar bien.
El excelente libro publicado hace algunas semanas por el periodista Carlos Basso, “Nuestro pedacito de cielo: el nuevo crimen organizado en Chile”, muestra de forma trágica y brutal por qué estas cifras son tales. Basso realiza una investigación detallada sobre cómo ha cambiado el mapa criminal chileno en los últimos años y cómo múltiples bandas nacionales y extranjeras han iniciado dinámicas de control criminal predatorio, en las que buscan dominar prácticamente todo lo que ocurre en un territorio, reemplazando no solo al Estado, sino también al mundo privado. Bandas que se adueñan de amplias extensiones de terrenos, los lotean, y ofrecen servicios como luz, agua y seguridad a cambio de dinero y de la sumisión a sus propias reglas. Son casi verdaderas ciudades, con leyes propias y sistemas de justicia paralelos, donde el Estado, tal como lo conocemos, no logra entrar.
Esta situación se vuelve aún más dramática si consideramos el aumento de campamentos y tomas de terrenos en los últimos años. De acuerdo con cifras de la Fundación Piensa, entre 2022 y 2024 se formaron 118 nuevos campamentos sólo en la región de Valparaíso. Un catastro del MINVU muestra que, desde 2022, las tomas de terreno han crecido un 31,3% a nivel nacional. La última medición de Techo-Chile muestra que más de 120.000 familias viven en 1.428 asentamientos, la cifra más alta desde 1996. Estos espacios son tierra fértil para el crimen organizado: están repletos de población vulnerable, el aparato estatal casi no llega y rige la ley del más violento. Eso permite a las bandas ejercer, de forma cada vez más fácil, el control predatorio que describe Basso, sometiendo a las personas a su poder casi absoluto.
La favelización de Chile no es un escenario lejano ni una exageración sin fundamento en la realidad. De no hacernos cargo, es perfectamente posible que estos bolsones de pobreza y marginación se arraiguen en nuestras ciudades junto con las bandas que los controlan, como ya ocurre en otras partes del continente. Todo indica, de hecho, que este escenario es más probable que una erradicación o una solución efectiva al problema del aumento de los campamentos.
Y en este contexto, el escándalo de las fundaciones ligadas al MINVU (como Democracia Viva) resulta no solo indignante, sino obsceno. Mientras el crimen organizado avanza y el Estado retrocede, vimos a Catalina Pérez, Daniel Andrade o Alberto Larraín prometer una nueva forma de hacer política, solo para terminar enriquecidos a costa de los más vulnerables. Cada peso desviado, cada proyecto fallido, cada contrato fraudulento, no solo alimentó la corrupción: debilitó aún más la ya frágil presencia del Estado en los lugares donde más se lo necesita. Y ese vacío no queda impune: lo ocupan las bandas, lo ocupa la violencia, lo ocupa el miedo. El crimen organizado crece a costa de los más pobres y marginados de la sociedad, esos mismos que la generación moralmente superior en teoría venía a salvar y terminó -literalmente- defraudando.