El año en que hablamos con el mar es, sin duda, un paso adelante en las narraciones de Montero. A una prosa que desde hace años venía mostrando ligereza y ritmo se suman, ahora, personajes cuyas tramas y conflictos tienen hondura sin caer en lo grave o excesivamente serio.
Sobre El año en que hablamos con el mar (La Pollera, 2024), de Andrés Montero.
Autor de varios libros premiados y traducidos a distintas lenguas, Andrés Montero (Santiago, 1990) se consolida con El año en que hablamos con el mar, su tercera novela, como una de las voces más valiosas de la actual narrativa chilena. En esta nueva obra se relata el regreso de Jerónimo Garcés, un periodista que ha vivido toda su vida en el extranjero, a una innominada y pequeña isla en el sur de Chile. Allí se reencuentra con la casona, ahora abandonada, en la que pasó su infancia con sus once tíos y su abuela (ya difuntos), y con Julián, su hermano gemelo que, a diferencia de él, nunca ha salido de su tierra natal. La narración vuelve sobre algunas notas características de la obra de Montero: personajes al borde de la fábula, una tematización de la oralidad como transmisión privilegiada de la tradición y una prosa desenfadada, liviana y llana que pone especial atención a los conflictos que afectan a los sujetos de la trama. Una vez más, el chileno traduce en lenguaje novelesco el dictamen que hiciera Gabriela Mistral para el narrador folclórico: “es vivo a causa de la sobriedad, que cuenta casi siempre alguna cosa mágica, o extraordinaria a lo menos, que está cargada de electricidad creadora”.
Los protagonistas de El año en que hablamos con el mar, Jerónimo y Julián, son dos personajes antinómicos. El primero representa, a pesar de su origen rural, la sofisticación letrada y cosmopolita. Ha vivido en el extranjero, ha recorrido el mundo escribiendo reportajes y posee referencias clave de la cultura europea, como Walter Benjamin o Ítalo Calvino. Su gemelo Julián, por el contrario, luego de haber enviudado de Milena, la mujer de origen argentino con la que estuvo casado más de cuarenta años, vive aislado, literalmente, en la punta del cerro. Tras una separación de medio siglo, el reencuentro de los hermanos no está exento de tensiones. Ambos gemelos, que hasta la mayoría de edad vivieron dedicados a explorar la isla, a los juegos infantiles y a trabajar la tierra, habían perdido todo contacto después de que Jerónimo no volviera de un viaje a Buenos Aires en el que intentó localizar a su presunto padre, a quien nunca llegó a conocer. Luego de varias décadas viviendo en España, el estallido social de 2019 en Chile le da la oportunidad de volver, esta vez como reportero, a su país natal. Al llegar a Santiago se encuentra con una ciudad en llamas, pero no parece estar ahí el sentido perdido de su vida, por lo que continúa rumbo al sur, hacia su isla de infancia. Sin embargo, este retorno, que debiera haber sido poco más que una breve estadía, se convierte, a causa del aislamiento producido por el virus del COVID, en una estancia de meses en que el periodista se encuentra de golpe con todo su pasado.
La isla es un territorio irreal en su idealización bucólica, tanto que, para Jerónimo, ella “no estaba en los mapas”. Allí no hay bancos ni internet, y el ritmo de la vida se encuentra marcado, igual que las cuatro partes del libro, por las estaciones del año. La celeridad de Jerónimo, propia del hombre acostumbrado a la ciudad y a sus comodidades, choca constantemente con la simpleza de un mundo que no es posible adelantar, pues el invierno y el verano llegan cuando les corresponde, no cuando los personajes pretenden que lo haga. Gran parte de la narración está relatada desde una primera persona plural; un nosotros al que da voz el pueblo de la isla. Son los lugareños que, reunidos en un barco encallado que hace las veces de taberna, construyen un relato colectivo a partir de los retazos que cada uno recuerda o conoce. Noche a noche, vuelven a sus casas satisfechos, pues eran “capaces de reconstruir la historia entre todos. Al principio avanzábamos lento, porque todos queríamos aportar un detallito, alguna ocurrencia, imprimirle a la historia algo nuestro, y las discusiones se volvían eternas”. Este nosotros es mucho más que una técnica narrativa para mostrar una voz colectiva: es, de algún modo, una toma de posición para poner en valor un modo de recordar —y, de paso, de fabular— que está mucho más relacionado con un imaginario común que con la genialidad de la creación individual.
El centro de la trama, empero, está en aquello que ocurre con los dos hermanos y su reencuentro. La dupla Jerónimo / Julián sirve para mostrar las dos caras de una misma moneda: las personalidades de ambos enfatizan rasgos que, más que oponerse, se complementan. Aunque, a ratos hay en Montero un dejo de superioridad a la hora de describir el mundo rural o de criticar la hiperconexión de los sujetos que llegan a la isla con sus cámaras de fotos y maletas con ruedas, pareciera haber en el narrador un espíritu más lúdico que condescendiente. De todos modos, la vida que ha llevado Jerónimo en el extranjero ejerciendo el periodismo se describe como una biografía teñida por lo inauténtico, lo impostado, lo falso: “ese yo cronista tenía mucho de disfraz. Aquel ente abstracto resultaba estupendo para esconderme tras las letras dejando ver a alguien mejor, más comprometido, más aventurero, más inteligente, tantísimo más deseable que el amasijo de carne y huesos que estaba golpeando, casi siempre cansado, casi siempre triste, casi siempre harto de todo, las teclas del ordenador”. El retorno a casa, de ese modo, se convierte en el retorno a lo genuino y lo real. Habría, para el narrador, mucha más verdad en el trabajo manual de reparar la mansión familiar o de labrar la tierra que en los libros escritos por Jerónimo, esos que yacen sin pena ni gloria en la abandonada biblioteca de la isla.
El año en que hablamos con el mar es, sin duda, un paso adelante en las narraciones de Montero. A una prosa que desde hace años venía mostrando ligereza y ritmo se suman, ahora, personajes cuyas tramas y conflictos tienen hondura sin caer en lo grave o excesivamente serio. Y aunque los ecos de García Márquez están mucho más presentes de lo que a primera vista podría considerarse, Montero logra levantar un entramado original donde la leyenda y la fábula logran penetrar los rasgos de un mundo alejado de lo urbano y lo contemporáneo. Su mirada de lo bucólico rural está conscientemente idealizada; sin embargo, todo pareciera redimirse cuando pone el énfasis en aquello que muchas veces, por nuestro propio apuro y velocidad, no logramos ver.