Opinión
Todo sigue ahí

Un lustro después, y más allá del evidente cambio en el ambiente político, la conjunción de problemas que le dieron origen sigue ahí: las demandas ciudadanas desoídas, la clase política polarizada e incapaz de alcanzar acuerdos, y también la corrupción y el abuso. A veces olvidamos este último aspecto.

Todo sigue ahí

La conmemoración de los cinco años del estallido social nos enfrentará a la difícil pregunta relativa a la vigencia de la crisis que se puso de manifiesto a partir del 18 de octubre de 2019. Y será difícil porque un lustro después, y más allá del evidente cambio en el ambiente político, la conjunción de problemas que le dieron origen sigue ahí: las demandas ciudadanas desoídas, la clase política polarizada e incapaz de alcanzar acuerdos, y también la corrupción y el abuso. A veces olvidamos este último aspecto. Que la indignación dirigida no a las inéditas manifestaciones de violencia sino, al menos inicialmente, a las elites empresariales y políticas, se debió tanto a la precariedad de la vida de grandes mayorías –influida por una década de estancamiento económico–, como a la constatación de instituciones y liderazgos involucrados en las peores prácticas posibles. Fue esa la combinación trágica que, en parte, condujo a la ciudadanía a tolerar el caos y la destrucción; que al día siguiente de la quema del metro no se pidiera orden y mano dura, sino respuestas a una clase política a la que se le decía a gritos “ya basta”. El tipo de erosión de la convivencia que significa llegar a ese punto es algo que aún no terminamos de calibrar: lazos, adhesiones y legitimidades extremadamente débiles.

Es evidente que no estamos en el mismo lugar que para el estallido. La pretendida hegemonía de la tesis del despojo y la impugnación de los llamados 30 años ya no goza de buena salud, y la disposición ciudadana es por cierto completamente diferente. Pasaron demasiadas cosas: una pandemia que contuvo a la fuerza la expresión violenta de la crisis, el renovado deterioro económico, el aumento de la inseguridad y el crimen, los fallidos procesos constitucionales. Todos han dado forma a un clima diferente y a una modificación de las prioridades de la gente. La paradoja es que, al mismo tiempo, no el estallido, sino lo que con él se reveló, sigue todavía ahí: los problemas no resueltos y la erosión de la vida en común. Es en ese escenario que debe evaluarse el impacto del denominado caso Audios, cuya evolución ha ido mostrando una articulación de instancias y autoridades que actúan en beneficio propio pasando por encima de la ley sin problema ni conflicto alguno. Como siempre en estas materias, lo grave no reside tanto en el hecho de que un Luis Hermosilla o una Ángela Vivanco puedan cometer delitos sin ser advertidos ni contenidos, sino en que ellos puedan ser apenas un botón de muestra de dinámicas extendidas que permean el sistema completo. Por eso la Corte Suprema sufre una crisis inédita y por eso intenta actuar en consecuencia. Es el Poder Judicial el tocado en su corazón y con él toda la autoridad y legitimidad de un Estado que, ya sabemos, necesita estar más fuerte que nunca. Eso debiera ser una señal de alerta para toda la institucionalidad política: acá se necesitarán reformas, pero también gestos ejemplares que prueben que nadie escapa de la aplicación de la ley. No hay espacio para estrategias de control de daños, blindajes a los cercanos, o silencios justificados por formalidades que podrán amortizar condenas, pero no evitarlas. Cuando las investigaciones avancen y los juicios sean emitidos, todos esos recursos quedarán como timidez en el mejor de los casos, complicidad en el peor de ellos.

Es probable que las sobremesas de muchas casas de Chile no estén hablando hoy de Luis Hermosilla y el escándalo que atraviesa el Poder Judicial. Pero como es tradición, los televisores están encendidos en los hogares y el ruido de fondo de las noticias alimenta y confirma juicios ya instalados: que en Chile hay que rascarse con las propias uñas, pues los poderosos se benefician a ellos mismos. La conmemoración de los cinco años del estallido tendrá así un sabor amargo: aunque la gente se ha convencido por su propia cuenta de que no da lo mismo que algunos salgan a quemarlo todo, la institucionalidad no ha ofrecido señales que hagan que valga la pena esperar algo distinto de ella. Quizás esa pueda ser la apuesta para el ciclo que viene.


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