No es lo mismo explicar a Donald Trump que a sus electores, y por lo mismo, la preocupación que produce el primero no puede implicar asumir en aquellos que lo eligen la identificación completa con sus peores rasgos. Tampoco se trata de idealizar lo que las personas hacen, pero sí de tomar un poco el peso al grado de abandono y a la magnitud de las deudas de la política con sus tan enojados pueblos. Hacer ese inventario puede ser un camino más eficaz para contener esas figuras que el escándalo, la denuncia y el desprecio.
“The left behind” es el titulo del libro que el sociólogo norteamericano Robert Wuthnow publicó poco después del primer triunfo de Donald Trump en 2016. Con esa expresión resumía la experiencia de las comunidades rurales de Estados Unidos donde justamente había ganado –y por mucho– el ya disruptivo candidato republicano. El sociólogo no pretendía explicar los resultados electorales, sino dar cuenta de la fractura que atravesaba ese territorio: existían grandes grupos que, al mismo tiempo que se consideraban el “corazón de América”, experimentaban el abandono y desprecio de la autoridad central. Una que se introducía progresivamente en sus vidas en el momento exacto en que se encontraba más lejos de poder conocerlas, y sobre todo valorarlas. Por eso también su enojo. Lo que interesaba a Wuthnow era subrayar el estatus moral de esa población rural, cuyo comportamiento no se agotaba ni en la estrechez económica, ni el resentimiento, ni la ignorancia, la misoginia o el racismo. Sus decisiones y posturas tenían que ver en cambio con un sentido compartido de obligaciones y exigencias derivadas del hecho de vivir con otros en un lugar concreto, lo que genera un modo particular de habitar el mundo, que reclama valoraciones, lealtades y defensas comunes. Nada de eso estaba siendo contemplado por el análisis escandalizado de quienes parecían más preocupados por los males encarnados por Trump, que por las motivaciones de sus votantes. Ellos se resumieron simplemente en la triste imagen de la “cesta de deplorables”.
Lo inquietante del nuevo y descollante triunfo de Donald Trump no se debe únicamente entonces a las características problemáticas de esa figura, sino también a la persistencia de las dificultades para explicar su éxito, donde predomina un marco sin más alternativas que el paternalismo bien intencionado, la incredulidad o la descalificación. Hasta el día anterior a la elección las encuestas auguraban un empate técnico entre los candidatos, mientras la campaña de Kamala Harris presentaba la contienda como una entre el bien y el mal. Sin embargo, el triunfo de Trump fue contundente –ganó no solo en el colegio electoral, sino de modo significativo en el voto popular–, lo que muestra que ninguno de sus innegables problemas, profusamente subrayados por su contrincante, pareció importar al electorado. Como revelan los datos, la población más pobre en ingreso y menos educada que en 1996 votaba por Bill Clinton, en 2024 lo hizo por una figura que ha hecho de la ofensa parte esencial de su discurso político, que enfrenta demandas civiles y criminales, que desconoció los resultados que le arrebataron el poder en 2020. Los dejados atrás parecen estar más que nunca del lado de Trump, y eso se confirma también en el crecimiento del voto latino, negro y árabe. ¿Cuál será esta vez la explicación ofrecida?
La pregunta es importante para Estados Unidos, pero también para el resto del mundo. No solo por el impacto que tiene globalmente lo que allí ocurra, sino porque la crisis que atraviesa la sociedad norteamericana es semejante a la de muchos otros países, donde ascienden liderazgos disruptivos o derechamente autoritarios que convocan a grandes mayorías hastiadas con una política distante de sus visiones de mundo y sorda a demandas largamente desoídas. Parece un mínimo democrático ante un resultado electoral legítimo (por más que nos preocupen sus consecuencias) tratar de entender las razones de quienes votan. No es lo mismo explicar a Donald Trump que a sus electores, y por lo mismo, la preocupación que produce el primero no puede implicar asumir en aquellos que lo eligen la identificación completa con sus peores rasgos. Tampoco se trata de idealizar lo que las personas hacen, pero sí de tomar un poco el peso al grado de abandono y a la magnitud de las deudas de la política con sus tan enojados pueblos. Hacer ese inventario puede ser un camino más eficaz para contener esas figuras que el escándalo, la denuncia y el desprecio. El ejercicio humilde de reconocer todo el trabajo pendiente.