Letras torcidas cuenta con brillantez esa historia macabra de una mujer que tuvo una vida acelerada, que alcanzó a tocar con las puntas de los dedos el reconocimiento de sus pares y que, por colaborar con la maquinaria de la represión, cayó en desgracia sin todavía haber hecho lo que más le entusiasmaba.
Sobre Letras torcidas. Un perfil de Mariana Callejas (Ediciones UDP, 2024), de Juan Cristóbal Peña
Dos niños pequeños almuerzan en el comedor de diario de su casa con el tío Hermes, un hombre afable que les relata historias de alquimistas y magos en medio de la cotidianidad doméstica. El tío suele trabajar a puerta cerrada en una pieza exterior, fuera de la cual el jardinero ha tenido que recoger más de una vez ratones o conejos muertos, pedazos de cables u otros residuos que, sin decir nada, mete en bolsas de basura y deja al lado de afuera de la reja. La residencia, enclavada en las faldas de Lo Curro, es grande y no tiene demasiada gracia. Además de los dueños de casa, una mujer menuda y un gringo alto y apuesto, y de los hijos del matrimonio, circulan por ella varios choferes y agentes de civil, incluido el hombre que los niños conocen como tío Hermes. Porque la casa no es una casa cualquiera, sino el cuartel Quetropillán de la DINA, la policía secreta de Pinochet que a mediados de los setenta secuestró, torturó e hizo desaparecer a cientos de opositores a la dictadura. Pero fue más que eso: por esa misma casa circularon novelistas, poetas y artistas, pues la propietaria, esa mujer propensa a la vida social y deseosa de pertenecer a la escena literaria, intercalaba su trabajo como agente de la DINA con su vocación por la escritura, y durante un lustro congregó en torno suyo a parte relevante del mundo de las letras.
Letras torcidas, del periodista Juan Cristóbal Peña, sigue los pasos de Mariana Callejas, esa escritora maldita sobre cuya figura han escrito importantes autores como Roberto Bolaño, Pedro Lemebel o Nona Fernández, además de crónicas y reportajes que se cuentan por montones. Este libro es, sin duda, el intento más serio por asir una vida doble que transitó entre el crimen y la creación. En cuanto a lo primero, fue condenada por la justicia chilena por el crimen de Carlos Prats; lo segundo, empero, ha quedado cubierto por una capa de infamia que ella trató, durante décadas, de despercudirse.
La vida de Callejas estuvo repleta de aventuras. Nacida en Monte Patria, antes de la mayoría de edad se instala en Santiago, donde afloró su carácter contestatario y arrojado. Se casa dos veces, vive en Israel y Estados Unidos. De vuelta en Chile, conoce a Michael Townley, un hombre mucho más joven del que se enamora de un flechazo y con el que, por motivos macabros, se hará célebre; mucho más de lo que hubiese sido, probablemente, como una simple y pura escritora de cuentos. La vida con su nuevo marido fue vertiginosa. Pronto se ve a la pareja rondando Patria y Libertad, donde “el gringo loco” se hace conocido por su arrojo e iniciativa. Sabía de mecánica y otros asuntos, por lo que rápidamente se hace un lugar en tareas clandestinas, como emisiones radiales y bombas en torres eléctricas. Tras el golpe, mientras los encargos a Townley aumentaban, ella escribía y participaba de modo creciente en el mundo literario: en los talleres de Enrique Lafourcade leyó el cuento “¿Conoce usted a Bobby Ackermann?”, que llamó la atención del Maestro —el autor de Palomita blanca— sobre el talento de esa figura menuda y de voz discreta.
El perfil de Peña dibuja con precisión el ambiente cultural de los años de dictadura, donde la sospecha arreciaba tras todas las esquinas. Callejas, sin embargo, cultivará un perfil desafiante, atreviéndose a escribir sobre guerrilleros y ejecutados cuando nadie lo hacía. El libro se atreve a plantear preguntas incómodas alrededor de una figura que el mundo literario parece haber erradicado por completo: ¿por qué todos (jardineros, choferes, funcionarios) veían cosas raras en la casa de Lo Curro, excepto los escritores que por allí circulaban? ¿Qué hacer con una escritora que, a pesar de su ignominia, logró empujar un taller literario que mostró quizás algunos frutos alrededor de la Nueva Narrativa? ¿Por qué no reeditar la obra de esta escritora que, al menos en lo que muestran los fragmentos que cita el autor, parece tener atributos que valen la pena?
El descubrimiento por parte de la justicia norteamericana de los culpables del crimen a Orlando Letelier —ocurrido en Nueva York en 1976— será la caída en desgracia del matrimonio. Luego de que la foto de Townley apareciera en la portada de El Mercurio en marzo de 1978, las huellas no tardaron en seguir a Callejas, a quien todos sus antiguos amigos y colegas le dieron la espalda. Aunque el cuartel de Lo Curro había sido desmantelado meses antes, su vida se convirtió en un peregrinaje constante a tribunales y en un constante rechazo de las editoriales a publicar sus cuentos, los que vieron la luz en modestos volúmenes autoeditados.
Mientras el Chile de la transición observó el ascenso de algunos de sus antiguos compañeros de taller bajo el rótulo de la Nueva Narrativa —en particular Gonzalo Contreras y Carlos Franz, pues ni a Carlos Iturra ni a Enrique Lafourcade el retorno de la democracia les fue demasiado favorable—, para Mariana Callejas fue una temporada para intentar sortear la infamia de su pasado. No solo sucedió que ni Sudamericana ni Zigzag ni Planeta quisieran publicar sus libros, sino que una crónica de Lemebel y un libro de Bolaño pusieron su historia en el centro de atención del mundo literario y arrastraron consigo a la Nueva Narrativa, en la que quizás es la disputa de antología más reciente de nuestro campo literario local.
Letras torcidas cuenta con brillantez esa historia macabra de una mujer que tuvo una vida acelerada, que alcanzó a tocar con las puntas de los dedos el reconocimiento de sus pares y que, por colaborar con la maquinaria de la represión, cayó en desgracia sin todavía haber hecho lo que más le entusiasmaba, que era dedicarse a elaborar una obra literaria sólida que pudiera ser recordada en la posteridad.