Qué hará la política, qué podrá hacer ante un escenario que parece cada vez más inmanejable. Qué espacio de agencia tiene para enfrentar fenómenos configurados por variables ajenas al control de los actores del momento, así como para dibujar otros horizontes posibles.
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Pocos días después de la primera vuelta presidencial, el cientista político Juan Pablo Luna publicó una columna en Tercera Dosis que, en apariencia, no tenía conexión alguna con ese hito. Titulada “Un futuro tuneado”, presentaba en ella un oscuro panorama para Chile y América Latina —si no para el mundo—, al describir sociedades dominadas por expectativas de consumo y estatus que, ante el fracaso de las instancias tradicionales de promoción social (como la educación), están siendo canalizadas por vías problemáticas. En ese escenario, la mezcla de procesos tecnológicos como la masificación de las redes sociales con el surgimiento de mercados ilegales promovidos por el crimen organizado han ido articulándose como caminos más a la mano y eficaces para desplegar con éxito los proyectos de vida, mientras en paralelo el Estado y el mercado que conocemos se debilitan y generan desapego en los ciudadanos. Luna quiere ayudar a complejizar el diagnóstico que tenemos de nuestro presente, no porque tenga claras las soluciones, sino porque lo inquietan las alternativas políticas disponibles.
Es ahí que se revela el vínculo con la elección de noviembre pasado: si no le tomamos el peso a los desafíos que enfrentamos, sorpresas como Franco Parisi y el Partido de la Gente seguirán reproduciéndose. Luna no nombra a Parisi, porque lo que le importa son sus votantes: un creciente electorado, en su mayoría joven, movido por “el sueño de una sociedad posestatal, fuertemente individualista, de derechos sin obligaciones, en la que el choro y el vivo son el nuevo mainstream”.
Ese es el futuro tuneado: una sociedad sometida a los términos impuestos por las nuevas instancias de acceso a bienes de consumo —ya sea por aspiración o por sobrevivencia—, que operan en tierra de nadie, desreguladas, movidas por prácticas informales e ilegales y que promueven objetivos con los que se hace difícil sostener la convivencia. En ese contexto, la política arriesga a reducirse a la impotencia, o bien, a sumarse entusiasta a esa lógica aparentemente incontenible. Simplemente porque así lo pediría “la gente”. La columna adquiere de este modo la forma de una advertencia, estableciendo un entrelazamiento entre dimensiones que solemos pensar por separado: fenómenos de largo aliento como el shock tecnológico, y hechos contingentes como las elecciones y las voluntades de los candidatos en disputa, que mirados en conjunto nos recuerdan el difícil e improbable encuentro entre aquello que la política espera y promete hacer, y lo que la realidad efectivamente permite. Desajuste constitutivo de la política, pero que se ha agudizado en el último tiempo ante la progresiva distancia generada entre la ciudadanía y sus representantes. Y todo indica que, con independencia de lo que ocurra en la segunda vuelta presidencial del próximo domingo, será de ese desajuste del que habrá que hacerse cargo, con ese futuro tuneado amenazando en el horizonte.
Ese es, en alguna medida, el Chile que viene. Y la pregunta es qué hará la política, que podrá hacer ante un escenario que parece cada vez más inmanejable. Qué espacio de agencia tiene para enfrentar fenómenos configurados por variables ajenas al control de los actores del momento, así como para dibujar otros horizontes posibles, alternativos al futuro descrito por Luna. Porque el riesgo es quedarse con lo evidente, con el nivel explícito, con la única orientación clara: las múltiples demandas de la gente, entremezcladas con las emociones negativas respecto de su destino, así como de quienes la conducen. El miedo y la rabia como motores de la acción. Se trata de experiencias poderosas, tentadoras para convertirlas en criterios para guiar la política, para movilizar cuando ya nada parece lograrlo. Fue justamente eso lo que vimos en 2019. El lenguaje de la dignidad y la esperanza que acompañó los eventos de octubre no borra el hecho de que la crisis estalló como violencia y que era la furia lo que movilizaba inicialmente a muchos. Y fue esa misma rabia la que se canalizó institucionalmente después: el desmontaje y la refundación fueron las estrategias derivadas de quienes redujeron el presente al despojo.
Ese discurso fracasó, pero no ha desaparecido la tentación de azuzar la rabia y el miedo, aunque sea por otros motivos. No se trata en todo caso de negar la razonabilidad y legitimidad de esas emociones, ni tampoco el valor de una política construida desde su validación, después de años de tanta indiferencia, de pasividad casi deliberada. Pero sí conviene advertir el peligro de que se circunscriba exclusivamente a ese registro, pues la deja reducida a la mera denuncia, a un simple reflejo de aquello que constata. El miedo y la rabia de las grandes mayorías importan no por su fuerza movilizadora, sino por los motivos nobles que pueden inspirarlas. Es eso lo que la política tiene que empezar a preguntarse, si acaso espera ofrecer algo más que el futuro presentado por Luna. Ni la rabia ni el miedo, tampoco las demandas ciudadanas que merecen ser atendidas, alcanzan para resolver aquello que hace insustituible a la política: la decisión (que es una justificación) de qué hacer, por dónde partir, hacia dónde avanzar. Un esfuerzo que debe buscar no solo la reivindicación de la comprensible indignación ciudadana, sino también el rescate de aquellas aspiraciones latentes, pero no menos poderosas, que hablan de una vida buena y de un futuro mejor.



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