El lugar asignado en el espacio público al sentido común, que no es sino otro modo de nombrar la capacidad de juicio que todos, en tanto sujetos autónomos y racionales, poseemos.
La democracia moderna, afirma la intelectual francesa Chantal Delsol, se basa en la confianza en el juicio y grandeza del individuo. Para la autora, la reivindicación de poder elegir el propio destino, así como de ser escuchado a la hora de tomar decisiones, descansa justamente en esa constatación. De esto se deriva otra conclusión relevante: el lugar asignado en el espacio público al sentido común, que no es sino otro modo de nombrar la capacidad de juicio que todos, en tanto sujetos autónomos y racionales, poseemos. Al apelar al sentido común Delsol no pretende idealizarlo, sino reconocer que en el espacio público nadie puede reclamar jerarquía por educación, origen o dinero para exigir primacía en la consideración de su opinión en el debate sobre la vida en común. El hombre corriente, señala Delsol, si acaso asumimos que este sentido se reparte transversalmente, está en igual condición que un erudito para dirimir “si hay que declarar la guerra o la paz, luchar por más libertades o por más igualdad”. Las elites se han equivocado tanto como el pueblo, cierra provocativamente la filósofa en un texto publicado por la revista del IES, “Punto y coma” en 2019.
Puede sonar antojadizo volver sobre esta reflexión, pero mirando el estado de nuestra discusión pública parece justificado el ejercicio. Y es que ha empezado a instalarse de modo cada vez más recurrente una comprensión elitista de la misma por parte de distintos grupos y de variados temas. Sea en materia previsional, en el debate sobre niños trans, en política exterior o en la crisis migratoria, se levantan voces que, en lugar de plantear argumentos, o problematizar los de otros, apelan a la experticia propia (o a la insuficiencia de la del adversario) como criterio dirimente. Es el saber experto el que tendría primacía así a la hora de justificar las críticas y zanjar los debates políticos: el derecho a cuestionar el papel jugado por una autoridad o a sugerir qué estrategia seguir en materia de educación sexual o control migratorio depende de asegurar estatus en ese exclusivo horizonte. El hombre corriente de Delsol quedó olvidado hace mucho tiempo.
Pero a esta apelación a las credenciales expertas se suma otro tipo de razonamiento, que suele acompañar al primero: quien no las tiene, levanta inmediatamente sospechas respecto de los reales motivos que explicarían que goce de un espacio de influencia. Así, si no eres un experto, pero cuentas con una plataforma para difundir tus posturas, estás sostenido por algún poder fáctico que corresponde desenmascarar. El elitismo intelectual se une así con la lógica de la sospecha, y se pasa de la descalificación a la paranoia. Se trata de dos actitudes estrechamente relacionadas, pues por lo general, los mismos que acusan en una posición que les disgusta la defensa de intereses ocultos, son los que también reivindican la primacía experta (quizás, en parte, porque la experticia suele coincidir con la de quien levanta ambas acusaciones).
La dinámica es excluyente y, por lo mismo, peligrosa, tanto por erigir al saber experto como único saber válido en el ámbito de la convivencia, como por la pretensión de que en ese campo no hay riesgo de corrupción, ni disensos que vuelven imposible cerrar algunos debates. No se trata de negar la importancia del conocimiento científico o especializado en nuestra discusión pública, pues su papel es clave en la fundamentación rigurosa de las distintas posturas. Tampoco se trata de legitimar toda posición a priori, como válida en sí misma. Debe ser sometida a revisión crítica, pero con total independencia respecto de quién la esboza. Porque la única exigencia para estar en esa discusión es hacerlo de modo razonado y honesto. Parece una obviedad, pero el deterioro de nuestra deliberación está haciendo necesario volver a explicitar lo evidente.