Tiene que existir un camino intermedio. Uno que combine señales claras con controles fronterizos como los que Perú está aplicando hoy, y que contribuyen a blindar la frontera norte.
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La reciente crisis en la frontera con Perú dejó en evidencia algo que, aunque parezca obvio, suele pasarse por alto: la política migratoria es infinitamente más compleja de lo que suponen los discursos de trinchera. No basta con voluntarismo, ni con consignas, ni con promesas maximalistas. La dinámica migratoria está moldeada por varios factores que no se controlan desde La Moneda, entre ellos, las decisiones de países extranjeros. El debate público chileno, sin embargo, ha caído en una dicotomía empobrecedora: o se mantiene la línea del gobierno actual, marcada por un inmovilismo que busca administrar el problema sin enfrentarlo, o se adopta un modelo a la Trump, de mano dura sin matices y que bordea la arbitrariedad. Esa dicotomía es falsa, y conviene explicar por qué.
Durante buena parte de la década pasada, la izquierda chilena mantuvo una posición idealista respecto a la migración. El eslogan “nadie es ilegal” era expresado en pancartas, discursos y redes sociales. El Presidente Boric llegó a escribir en sus días de diputado que “el problema de Chile es que hay muchos chilenos, ¡bienvenidos inmigrantes!”. En 2021, el Frente Amplio y el Partido Comunista llevaron al Tribunal Constitucional la reforma a la Ley de Migraciones presentada por el gobierno de Piñera, pues la consideraban excesivamente restrictiva y contraria a los estándares internacionales de derechos humanos.
Cuando esa izquierda llegó al poder, minimizó el problema. Las cifras muestran un giro claro: en 2021 se realizaron 246 expulsiones administrativas; en 2022, solo 31. Según el INE y el Servicio Nacional de Migraciones, a diciembre de 2021 había alrededor de 109 mil inmigrantes irregulares en Chile. Dos años después, la cifra superaba los 336 mil. El Observatorio de Migración Responsable agrega otro dato: entre 2018 y 2021 el ingreso clandestino promedió 1.829 personas por mes; entre 2022 y 2024, 3.673.
¿Por qué cambió el discurso? El principio de la inflexión fue Iquique donde, a fines de 2021, una protesta masiva en el norte derivó en la quema de pertenencias de migrantes irregulares. El clima social ya no acompañaba el relato de apertura irrestricta. Boric lo entendió rápido: moderó su postura, viajó al norte en busca de votos para la segunda vuelta y ocultó parte importante de su discurso original. Luego, el triunfo del Rechazo en el plebiscito de 2022 consolidó el giro: la ciudadanía se había cansado de la agenda identitaria, y el gobierno tuvo que corregir su rumbo (al menos en el discurso). Hoy el oficialismo se excusa culpando al gesto de Piñera en Cúcuta, cuando invitó a venezolanos a venir a Chile. Efectivamente, hubo en ese episodio una mezcla de ambición política y cálculo errado. Pero la intención de Piñera tenía explicación: en 2019 la izquierda latinoamericana todavía admiraba a Maduro, pese a que la crisis venezolana ya empujaba a millones a huir y desestabilizaba a toda la región.
Las izquierdas acusan a la derecha de haberle entregado un país “en el suelo” en marzo de 2022. Pero lo cierto es que la izquierda impidió una normativa más restrictiva, defendió el voto extranjero incluso en condiciones irregulares y romantizó la migración sin papeles. Ya en el poder, triplicaron la irregularidad. Aun así, parecen conformarse con que el “peak» de entradas clandestinas ya pasó, como si eso fuese suficiente. Ignoran además que tuvieron mucho más espacio político para endurecer la política migratoria de lo que tuvo la centroderecha, siempre enfrentada a una oposición descarnada.
En este contexto, cuando José Antonio Kast plantea un modelo alternativo, el oficialismo lo identifica automáticamente con Trump. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos del “modelo Trump”?
Trump diseñó una política marcada por la venganza, lo performativo como disuasivo, pero también, consciente de los límites que enfrentó en su primer mandato. A falta de una fuerza policial que pueda destinar al efecto, creó una nueva “ICE”, que opera a discrecionalidad del presidente Trump para efectuar una verdadera cacería de brujas. La mayoría de ellos no son oficiales de policía especializados, sino miembros de diversas agencias federales que han sido reformuladas para apoyar a ICE, y que conforman una denominada “frankenstein force”. Trump ha lidiado con las limitaciones del debido proceso optando por saltárselo, pues las expulsiones -tanto administrativas como judiciales- son lentas y costosas. Y para quienes no podían ser devueltos a sus países de origen porque estos no los reciben los mantiene en cárceles o los envía a terceros países sin estándares mínimos de derechos humanos ni garantías sobre su destino. Es un modelo que funciona a punta de arbitrariedad, recursos ilimitados y un desprecio evidente por la dignidad humana. No es replicable ni deseable en nuestro país.
Pero tampoco lo es el inmovilismo actual. Con más de 340 mil personas en situación irregular, la creciente conflictividad entre chilenos y extranjeros, y fronteras todavía porosas, la inacción no es opción. Entre ambas posturas tiene que existir un camino intermedio. Uno que combine señales claras con controles fronterizos como los que Perú está aplicando hoy, y que contribuyen a blindar la frontera norte. Ese intermedio exige realismo: expulsar 300 mil personas “rápido” parece imposible sin adoptar métodos abusivos; pero restablecer el orden en la frontera y reducir la irregularidad sí es factible con capacidad administrativa, coordinación regional y mensajes políticos coherentes. Ese es el espacio que debe encontrar Kast, rehabilitar el principio de autoridad. No el del conformismo, el voluntarismo, ni el de la mano dura sin límites, sino el de una política migratoria firme, humana y eficaz, que entienda que la dignidad y el control fronterizo no son valores incompatibles.



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