Opinión
Un país quebrado

El triunfo de Donald Trump no sólo refleja la desconexión del mundo demócrata con las necesidades de amplias mayorías de sus ciudadanos, sino que también muestra fragmentos de las múltiples crisis de sentido que padece Estados Unidos en la actualidad.

Un país quebrado

Desde hace algunos años vivo con mi familia en Estados Unidos, específicamente en Austin, Texas. Travis county, el condado en que vivimos es de los pocos en que ganó Kamala Harris. Aquí la candidata demócrata sacó casi el 70% de los votos, mientras que en algunos condados vecinos los resultados fueron completamente inversos. En Blanco el 76% de las personas votó por Trump, mientras que en Burnet lo hizo el 77% de los votantes.

Las diferencias entre estos lugares vecinos es un buen reflejo de la fractura que atraviesa a Estados Unidos. Travis, el condado donde arrasó la candidata demócrata, es el lugar cosmopolita de Texas. Aquí viven las personas que trabajan en las empresas tecnológicas que emigraron de California en los últimos años debido a las ventajas impositivas que ofrecía este estado y a las posibilidades del trabajo remoto. Es un condado compuesto en su mayoría por liberales que vinieron a Austin atraídos por sus bajos precios y alta calidad de vida. Los condados de Blanco y de Burnet, en cambio, son parte de ese Texas rural que mira con desconfianza aquello que ocurre en las grandes ciudades y que tiene como lema “Don’t California my Texas”.

Nada de lo anterior es casual. Estados Unidos es un país quebrado en muchas dimensiones. No se trata sólo de una división política, sino también de una crisis de sentido y una disputa de visiones de mundo mucho más profunda.

Una de las primeras cosas que pasan cuando uno ya lleva un tiempo viviendo aquí es el derrumbe de la imagen preconcebida que uno trae de Estados Unidos. Mi generación creció viendo a Rocky Balboa vencer a Iván Drago en la Unión Soviética, a Will Smith derrotando alienígenas un 4 de julio y a Forrest Gump viviendo las peripecias del siglo XX estadounidense. Y llegamos a este país pensando que todas las cosas funcionaban de maravilla, cuando la verdad es que en Chile hay muchas áreas -los trámites en ciertos organismos del Estado, por ejemplo- que funcionan infinitamente mejor.

Algunas de las imágenes positivas que uno trae se difuminan, entre otras cosas, a causa de la precariedad de cientos de miles de personas que no tienen cómo llegar a fin de mes, un sistema de salud con infinitos problemas y el abandono indolente de la sociedad y el Estado por los más necesitados. Por ejemplo, la crisis de las personas sin hogar (“homeless”) que ha impactado de forma dramática los centros urbanos de Estados Unidos es realmente desoladora. Miles de personas deambulan por las calles buscando comida, drogas -la crisis de los opioides sería motivo para otra larga columna- o un techo y nadie quiere verlas. Uno de los consejos que me han dado distintas personas para afrontar el encuentro con los homeless en las calles es “no mirarlos nunca a los ojos” para que no se sientan intimidados. Volverlos invisibles; hacer como que no existieran.

La lógica del rascarte con tus propias uñas con que opera la sociedad estadounidense invita muchas veces a dejar a los más vulnerables a su suerte. La situación de las mujeres embarazadas y de los adultos mayores, por ejemplo, es particularmente dramática. No existe fuero maternal, tampoco licencia prenatal, las licencias postnatales son limitadas, y casi todo depende de los beneficios que ofrezca el empleador. Esto puede tener consecuencias evidentes en el cuidado de los recién nacidos, quienes deben pasar largas jornadas en guarderías desde los 2-3 meses de edad, ya que tampoco hay muchas redes de apoyo disponibles.

En Estados Unidos la soledad es una epidemia que campea fuerte, sin importar el estrato social. De acuerdo con algunos estudios, las personas tienen cada vez menos amigos cercanos y están cada día más solas. Esto se cruza, además, con datos recientes que muestran cómo la esperanza de vida ha ido disminuyendo en algunos sectores de la población americana debido a lo que los economistas Anne Case y Angus Deaton han llamado las “muertes por desesperación”. Según ellos, los suicidios, las sobredosis por drogas y las enfermedades relacionadas con el alcohol influyen muy fuerte en las tasas de mortalidad de personas de clase trabajadora blanca en Estados Unidos.

El triunfo de Donald Trump no sólo refleja la desconexión del mundo demócrata con las necesidades de amplias mayorías de sus ciudadanos, sino que también muestra fragmentos de las múltiples crisis de sentido que padece Estados Unidos en la actualidad. La enorme votación del candidato republicano puede ser leída como un grito de auxilio de un país que pide ayuda desde demasiados frentes y que en su imagen de potencia ha sabido tapar sus flancos débiles. La gente se entusiasmó con Trump porque ofrece, con métodos muy problemáticos, sin duda, un horizonte de esperanza para esas mayorías precarizadas y hastiadas de los discursos dominantes y desconectados de ciertas élites.

El sueño americano es una ilusión cada vez más difícil de alcanzar y Trump no parece tener las herramientas para recuperar la senda. De hecho, él parece ser otro síntoma más de las profundas crisis mencionadas, de esa gradual decadencia en la que Estados Unidos parece haber entrado en los últimos años y que muestran un país partido en muchas dimensiones. ¿Make America Great Again? Aún no lo sabemos, pero todo indica que será imposible.

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