Si las derechas quieren aprender de sus presidencias deben resistir la idealización.
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No es fácil poner en perspectiva el legado del expresidente Piñera. Como advirtió Ascanio Cavallo, su trágica muerte favoreció la gestación de un mito. Así lo ratificó la masiva reacción popular que rodeó sus funerales de Estado y su alza póstuma en las encuestas, paralela a la chapucería del gobierno actual en aquellas dimensiones donde Piñera brillaba, desde el manejo de las catástrofes hasta la reactivación económica y el conocimiento riguroso de las cifras. No obstante, si las derechas quieren aprender de sus presidencias deben resistir la idealización y examinar minuciosamente sus claroscuros, sin temor a la autocrítica. En estas pocas líneas me limitaré a dos ejemplos relevantes.
El primero remite a octubre de 2019. Ahí, cuando por primera vez desde que gobernó Patricio Aylwin se temió que un mandatario fuera derrocado de facto —con la desleal complicidad de muchos dirigentes del oficialismo actual—, el expresidente Piñera se jugó por la continuidad institucional. Nótese: a diferencia del ciclo electoral que comenzó con el triunfo del “No”, ya no será la derecha quien debe probar sus credenciales democráticas. Pero siendo todo eso verdad, también lo es que en la generación de esas condiciones la derecha tuvo responsabilidad. Si antes del 18-0 se olvidó la promesa de la “clase media protegida”, se instó a “regalar flores” y así; luego de ese día La Moneda perdió toda capacidad discursiva y de orientación, y se produjo un inédito vacío de poder. En términos más generales, el país que estalló fue regido dos veces en la década previa por la centroderecha. ¿Cómo se explica este desfonde, qué lecciones deja esa experiencia?
El segundo ejemplo consiste en la súbita decisión de promover el llamado matrimonio igualitario. Al anunciar en la cuenta pública de 2021 su respaldo a esta iniciativa de Bachelet II, Piñera rompió la palabra empeñada en su última campaña. De hecho, los dirigentes de su coalición se enteraron de este abrupto giro literalmente por la prensa. Tal como diría después Sebastián Soto, “ese sorpresivo cambio de posición demostró escasa habilidad para administrar la alianza liberal–conservadora sobre la que se construye la derecha” (El Líbero, 1/3/2022). Más allá de su valiosa oposición al aborto, Piñera ya había incurrido en ese tipo de problemas con la ley de identidad de género, la resistencia inicial a apoyar la objeción de conciencia institucional y las excesivas restricciones al culto religioso en la pandemia. ¿Qué sentido tiene maltratar desde el gobierno a una de las sensibilidades que lo integra? ¿Le interesa a la centroderecha convocar a círculos conservadores y socialcristianos más allá de las elecciones? ¿Qué hará positivamente al respecto de cara al futuro?