Opinión
Ninguna vida cabe en un libro

La reina de espadas un perfil agudísimo y profundo sobre la autora de Los recuerdos del porvenir. No es, en ningún sentido, una biografía tradicional de quien, a pesar del valor de sus novelas y obras de teatro, suele definirse a partir de su relación con figuras masculinas.

Ninguna vida cabe en un libro

Sobre La reina de espadas (Lumen, 2024), de Jazmina Barrera

Aunque su encuentro con la obra de Elena Garro fue tardío —la leyó por primera vez mientras cursaba un máster de escritura en Nueva York—, esa demora no ha impedido que la mexicana Jazmina Barrera nos entregue en La reina de espadas un perfil agudísimo y profundo sobre la autora de Los recuerdos del porvenir. No es, en ningún sentido, una biografía tradicional de quien, a pesar del valor de sus novelas y obras de teatro, suele definirse a partir de su relación con figuras masculinas dominantes del campo literario: esposa de Octavio Paz, amante de Adolfo Bioy Casares, precursora del realismo mágico de Gabriel García Márquez. Sin embargo, el libro logra dibujar los contornos de la vida y figura de una creadora vivaz y polémica, dejando en un plano secundario su obra propiamente literaria, que aparece solo en la medida que ilumina el relato de esta vida atormentada.

Elena Garro nació en Puebla en 1916, y no fue sino hasta los 41 años cuando publicó su primer libro, que reunió tres piezas de teatro. Durante su juventud vivió en México y Estados Unidos; quiso practicar teatro, pero su voz, siempre tenue, se lo impidió; se casó joven con el poeta Octavio Paz, aunque no tenía la edad que la ley exigía; viajó a España al congreso de escritores antifascistas, episodio que, en medio de la guerra civil, marcó a fuego a toda una generación. Aunque había sido educada en el catolicismo, su vida pareciera un listado de rebeldías contra esa cultura heredada: intentos de suicidio, relaciones extramaritales y abortos. Más que insubordinaciones, empero, esos episodios van a ser reflejo de una desdicha profunda, relacionada con un matrimonio mal avenido, en el cual Garro encontraba poca camaradería y proyección. 

“Tengo la sensación que me da la literatura que más me gusta: la de estar mirando a través de una ventana y ver de pronto sobre el cristal, como un espectro, mi propio reflejo”, afirma Barrera en un momento. En este perfil, la autora no se limita a consignar hechos o interpretar con distancia las distintas versiones de los episodios de una vida polémica. Por el contrario, ella está siempre presente a la hora de mostrar a su biografiada, sobre todo al realizar una estadía de investigación en la Firestone Library de la Universidad de Princeton y encontrarse de primera fuente con su escritura manuscrita y sus textos inéditos. En contacto directo con aquellas cartas y diarios —y con la sensación de ser una intrusa en territorios que no le pertenecen—, Barrera se plantea preguntas que le permitan dilucidar los muchos misterios de esta mujer contradictoria y cambiante. Por ejemplo, ¿por qué se quedó con Paz, un hombre con quien era infeliz? “Las cartas tienen buenos datos, me aclaran muchas cosas, pero no resuelven el misterio, solo lo empeoran”.

Aunque para muchos de nosotros sea conocida más que nada por Los recuerdos del porvenir —esa novela escrita durante una convalecencia en Berna en 1952, publicada una década más tarde y que, según la crítica, se adelantaría a la estética tan célebre de Cien años de soledad—, La reina de espadas logra hacerle justicia a una autora que es mucho más que ese libro, publicado en 1963 y ganadora del premio Villaurrutia ese mismo año, con Paz en el jurado. No solo porque Jazmina Barrera expone otras facetas de la escritora, especialmente la de dramaturga, sino también porque intenta desmarañar las polémicas en las que se vio envuelta a partir de la matanza de Tlatelolco, quizás el gran hito de la política mexicana durante la segunda mitad del siglo XX. En medio de las manifestaciones estudiantiles contra el gobierno de Díaz Ordaz, Garro criticó duramente a los intelectuales por incitar a la protesta, en lo que ella consideraba una utilización de los estudiantes para los propios fines. La fuerte represión por parte del gobierno, que provocó en octubre de 1968 el fallecimiento de un gran número de estudiantes que se habían reunido en la Plaza de las Tres Culturas —cerca de 200 muertos, aunque la cifra nunca se ha determinado con exactitud—, salpicó también a Elena Garro. Fue acusada de espía, y las amenazas que recibió la obligaron a huir del país y mantenerse en el exilio por tres lustros. Y no fue solamente un exilio geográfico, sino también del campo cultural, pues la dura crítica que Garro dirigió a los intelectuales aquel año hizo que fuera expulsada, según Barrera, “de la cumbre de las élites”. 

La difícil personalidad de la creadora ha hecho que muchos de quienes la conocieron la tildaran de loca. Sin embargo, Barrera se aleja de dicha interpretación: “El problema con la palabra ‘loca’ es que ha sido por siglos un término paraguas para referirse a cualquier mujer deprimida, asustada, protagónica, enojada, extrovertida o rebelde. Una forma de descartarlas a todas, sin hacerse cargo de la complejidad de sus emociones, de su situación y de la responsabilidad que la sociedad ha tenido de sus circunstancias”. Así, buscando precisar su descripción, la personalidad de la escritora adquiere diversas manifestaciones: tormentosa en sus relaciones íntimas, pésima administrando dinero —al tiempo que pasaba pellejerías, gastaba montos excesivos en ropa elegante—, difícil en su relación con los directores y guionistas que querían llevar su obra literaria al cine, iracunda y ácida en sus interacciones… No es un retrato amable, pero sí uno que logra hacerle justicia a una trayectoria vital plagada de complejidades y dificultades a la hora de relacionarse con los demás.

Este perfil de Jazmina Barrera permite acercarse a una figura quizás poco conocida fuera de México, sabiendo, como dice la autora, que “ninguna vida cabe en un libro”. En un momento en que desde distintos lugares se rescatan plumas femeninas poco reconocidas o leídas, La reina de espadas aporta en ese movimiento. No se queda en lo puramente documental, pues al ponerse Barrera a sí misma en escena, y al fragmentar su biografía en breves capítulos —algunos de ellos sugerentes fogonazos de un solo párrafo— ilumina una trayectoria que había tenido, después de la muerte de Garro, “una historia injusta y, hasta ahora, de mucho silencio”, pero cada vez con más reediciones y lectores en el horizonte. 

Como dijo alguna vez la misma Elena Garro, “creo ser un ángel aunque creo que fui un demonio”. La reina de espadas parece inclinarse por esta última alternativa, aunque la primera no queda suprimida, sino puesta en un segundo plano, donde la alcanzamos a ver siempre de reojo. 


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