Todo asesinato es terrible y no importa más una vida que otra, pero cuando se trata de niños, si acaso concordamos con Péguy, debiera importarnos más que cualquiera.
El francés Charles Péguy, evocando la voz de Dios en sus versos, escribía: “los niños son aún más criaturas mías”, pues no han sido “deshechos por la vida”. En los niños, dice el Dios de Péguy, resplandece como en ningún otro lugar la sobreabundancia de la creación, y es también en ellos donde se revela la virtud que más lo conmueve: la esperanza. Porque podría no haberla. Al Dios de Péguy la esperanza lo asombra, porque surge como respuesta a una realidad que nos defrauda con frecuencia. “Que esos pobres niños vean cómo pasa todo eso y crean que mañana irá mejor. Que vean cómo pasa eso hoy y crean que irá mejor mañana”, esa esperanza “sí que me sorprende”, afirma Dios en el relato de Péguy. Y se maravilla ante su fuerza, precisamente por el contraste con la fragilidad que la constituye en su origen, tal como a los niños: esa “pequeña esperanza”, vulnerable y “temblorosa a todos los vientos”; una “niñita de nada”, sigue Péguy, que llegó al mundo “el día de Navidad”.
No es necesario ser creyente para compartir con el poeta el modo en que describe el significado de la vida de un niño. La radical unión de fragilidad y potencia —también de trascendencia— que ellos revelan, manifiesta quizás como ninguna otra etapa de la existencia aquello que somos. De ahí nuestro horror y condena cuando la violencia se cierne sobre ellos; de ahí que deban ser una prioridad absoluta en situaciones de emergencia: en los niños se constata como en nadie el valor insustituible e indisponible del ser humano, su dignidad. La triste paradoja —como suele ocurrir en la historia de nuestra precaria humanidad— es que son justamente ellos quienes a menudo son objeto de la violencia más brutal. Tal vez por lo mismo: su fragilidad nos expone o a las versiones más sublimes y conmovedoras del cuidado, o a las más bárbaras formas de abuso y maltrato. Los niños nos enfrentan, en el modo en que los tratamos, a la evaluación más exigente y rigurosa respecto de cómo nos hacemos cargo de aquello que la vida —sea Dios o cualquier otro— ha puesto en nuestras manos.
Todo asesinato es terrible y no importa más una vida que otra, pero cuando se trata de niños, si acaso concordamos con Péguy, debiera importarnos más que cualquiera. No porque otras vidas no valgan, sino porque ellas valen y significan demasiado. Que esos asesinatos ocurran, como pasó en el cuádruple homicidio en Quilicura, muestra que ya traspasamos el punto límite. Y el propio gobierno lo reconoció así. En palabras de la ministra Vallejo, la gravedad de ese hecho no reside en el número de muertos, en la liviandad de los asesinos o en que remataran a sus víctimas, sino en que fueran niños. Tuvo lugar algo extremadamente violento y doloroso, dijo la titular de la Segegob, porque se acabó con la vida de cuatro menores de edad. Eso no debiera, no puede pasar.
“Mataron a puros niños”, dijo Jazmín, tía de uno de los asesinados, resumiendo así la profundidad a la que ha llegado nuestra actual crisis de seguridad. Una que ya toca a los niños, y desde hace tiempo. El asesinato en Quilicura solo lo confirma, pero la exposición de esos mismos niños asesinados a contextos violentos, a balaceras, al dominio de otros o a ser víctima de ajustes de cuentas comenzó mucho antes. Sin ir más lejos, el mismo sobrino de Jazmín había sido enviado a vivir a San Bernardo, buscando protegerlo de un mal ambiente.
Y lo que en último término se desvanece con todo esto es, justamente, la esperanza. ¿Cómo enseñar o hacer experiencia, como en Péguy, de que aunque esto pase hoy, las cosas irán mejor mañana? Quizás, si creemos al gobierno, aún estemos a tiempo para revertir todo esto. Pero lograrlo requiere tomar todo el peso a la magnitud del desafío que recae, antes que nada, en las manos de quienes nos dirigen.