Opinión
Lo correcto

Y lo que se debe hacer es, al menos, reconocer el error. Eso es lo correcto.

Lo correcto

Podemos coincidir con el senador Lagos Weber en que la denuncia que involucra al exsubsecretario Manuel Monsalve es algo para la que nadie está preparado. Lo es por el tipo de delito que se le imputa y por la relevancia de la figura involucrada. Aceptar eso, sin embargo, no implica desconocer que la política es saber lidiar con lo inesperado y que un buen político se prueba justamente en ese escenario. Es en esos términos que hoy se evalúa críticamente la forma en que el gobierno y, en particular, el presidente Boric manejó la crisis gatillada por este episodio. No porque fuera evidente qué había que hacer (siempre hay más de una alternativa), ni porque esté resuelta la culpabilidad del imputado, ni porque sea obvia la complicidad o encubrimiento del Ejecutivo (eso tendrá que averiguarlo la instancia correspondiente). El cuestionamiento se explica porque, con los pocos antecedentes que tuvo el mandatario al enterarse de lo ocurrido y a pesar de lo impactante que pueda haber sido, lo más prudente era suspenderlo de inmediato de sus funciones. No se requería más información para tomar esa decisión, y la necesidad de seguir recabándola para hacerse una idea clara de lo ocurrido, no exigía que Monsalve siguiera en su cargo. Por eso el presidente se equivocó. Por eso lo hizo mal.

Esto es lo que se le pide explicitar hoy al presidente. Necesitamos una política que sea capaz, aquí y en otros casos, de reconocer sus errores. Ese objetivo podría servirles además de orientación en estas difíciles circunstancias. Porque es evidente que el Ejecutivo necesita hacer algo frente al desangre que significa el proceso de investigación de Monsalve, donde todo indica que seguirán difundiéndose detalles que prueban que el exsubsecretario abusó de sus facultades para controlar lo que se venía, lo que confirma el mal manejo de la crisis por parte del gobierno. El problema es que la pregunta respecto de qué hacer en este escenario no pasa solo por cuestiones de orden estratégico, de diseño comunicacional para que la ciudadanía se olvide del tema y la oposición se calme. Ante esas preguntas, la decisión podría ser simplemente apretar los dientes: el caso es lo suficientemente impactante para no salir de los medios por un buen tiempo y la oposición parece decidida (con razón) a no soltar el emplazamiento al Ejecutivo sobre ello. La apuesta podría ser así aguantar hasta que pase el escándalo. Sin embargo, la pregunta que enfrenta La Moneda (y la política) no se agota en ese plano; es también aquella por lo correcto. Que eso implique dar un mensaje eficaz que apacigüe los ánimos es algo secundario, o al menos supeditado a esa pregunta anterior: qué es lo que se debe (ahora en el orden moral) hacer. Y lo que se debe hacer es, al menos, reconocer el error. Eso es lo correcto.

No se trata de un desafío sencillo, pues corre el riesgo de verse impostado o ingenuo. Pero podría ser una apuesta más fructífera (y más fiel al estándar que fijó el propio presidente en su larga y comentada conferencia de prensa) que simplemente apretar los dientes, a pesar de las dolorosas decisiones que conlleva asumir responsabilidades concretas. El ejercicio abre la posibilidad de un enorme aprendizaje, en especial para un gobierno que ha chocado violentamente con la realidad al confirmar lo difícil que es cumplir los estándares morales que ellos mismos exigían al resto. Su discurso no ha logrado orientar su acción (tal vez sea hora de revisarlo) porque la superioridad moral no ayuda a relacionarse con el poder, ni a desarrollar la prudencia, el rigor y la humildad que esa función implica. La lección en todo caso podría ser más general: la de una política que reconoce sus errores. No por azar autores de la talla de Hannah Arendt han asignado al perdón un papel determinante en ese horizonte: compensar la irreversibilidad que caracteriza a la acción, pues siempre desencadena procesos que no alcanzamos a anticipar. En política, diría Arendt, pedimos perdón no para olvidar, sino para representar que los seres falibles que somos podemos enmendar el rumbo.

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