Tal como están las cosas hoy en ese país, Donald Trump no está en condiciones de ofrecerle ni siquiera a su propio país -y mucho menos al resto de Occidente- un modelo de sociedad o de Estado a seguir, ni tampoco una guía sobre qué hacer o qué evitar.

Desde hace varios años vivo con mi familia en Estados Unidos. Específicamente en Austin, Texas. Hace algunos meses pedí un Uber y llegó una camioneta gigantesca con un veterano de la Guerra de Irak como conductor. Quedaban pocas semanas para las elecciones y ese era el tema obligado. El conductor veterano era un ferviente defensor de Trump y me preguntaba una y otra vez cuál era mi preferencia. En un momento de la conversación, argumentó que Trump les ofrecía más seguridad y libertad porque permitía a los ciudadanos portar armas. Luego de eso, y con toda la tranquilidad del mundo, sacó de la guantera una pistola y siguió conduciendo con ella en las manos hasta mi casa. Durante el trayecto, habló en contra de inmigrantes, latinos y el mundo woke; despotricó en contra de la academia y de las élites universitarias. Nido de ratas progresistas, le llamó a la universidad donde yo estudio y trabajo.
Estados Unidos es un país fracturado en múltiples sentidos. A las bulladas crisis de los opioides y de las personas sin hogar que aparecen en los medios cada cierto tiempo, se suman otras que llevan varias décadas golpeando fuerte. Un sistema de salud que opera de manera perversa, una educación pública en franca decadencia, un aparato estatal que abandona a sus ciudadanos a su suerte y un sistema político enfrascado en sus propias disputas e incapaz de procesar las causas del profundo malestar ciudadano.
Todo esto cruzado con una sociedad civil cada vez más débil, donde las iglesias y las agrupaciones locales -que alguna vez fueron fundamentales en la vida comunitaria estadounidense- han languidecido en medio de un “sálvese el que pueda”. El individualismo extremo que ha llegado a caracterizar a la sociedad estadounidense ha roído sus lazos comunitarios. Las personas están cada vez más solas, atrapadas en dinámicas que fomentan el alcoholismo, la drogadicción, el suicidio y las sobredosis, especialmente entre los blancos de mediana edad con menor nivel educacional. El sueño americano se desvanece a punta de fentanilo y naloxona.
Algunos en Chile, como Axel Kaiser y sus seguidores, miran con entusiasmo el regreso de Trump al poder, convencidos de que Estados Unidos sigue siendo el faro de Occidente, el modelo de éxito y el espejo en el que deben mirarse. Pero esa aproximación pasa por alto que Estados Unidos atraviesa una enorme crisis de sentido. Tal como están las cosas hoy en ese país, Donald Trump no está en condiciones de ofrecerle ni siquiera a su propio país -y mucho menos al resto de Occidente- un modelo de sociedad o de Estado a seguir, ni tampoco una guía sobre qué hacer o qué evitar.
Aún persiste la creencia de que Estados Unidos es un paradigma de eficiencia y eficacia. No obstante, la realidad cotidiana de millones de americanos dista mucho de ello. Una simple visita a la sala de urgencias de cualquier hospital estadounidense -con sus costos exorbitantes y su implacable rigidez- bastaría para mostrar algunas de estas dificultades. Algo similar ocurre con los trámites en cientos de reparticiones estatales que, paradójicamente, operan con una falta de criterio y lentitud propias de las burocracias soviéticas.
Donald Trump es, en sí mismo, otro síntoma de estas múltiples crisis. Aunque ha sabido captar la rabia y el resentimiento de muchos estadounidenses, su proyecto político se reduce a la demolición de la agenda demócrata, sin ofrecer una alternativa clara o viable. Esto es tan cierto, que un pensador tan influyente como Patrick Deneen -muy cercano al vicepresidente JD Vance- ha criticado esta falta de visión. Según Deneen, la administración republicana ha asumido que la única respuesta ante los proyectos capturados por la izquierda es retirarles el financiamiento, en lugar de aprovecharlos para impulsar otros bienes que puedan fortalecer su propio proyecto político.
Admirar a un imperio en crisis y a sus líderes es problemático por muchos motivos. En el caso de Chile, especialmente en la derecha, ronda la permanente tentación de replicar acríticamente un modelo político rentable en términos electorales, pero que refleja las fracturas, fracasos y desgastes del proyecto americano. Tampoco es razonable asimilar el relato de Trump y su versión de una política basada en la confrontación permanente y en la demolición del adversario. Más que importar discursos y estrategias de una nación que enfrenta profundas crisis de sentido, el desafío es construir una alternativa razonable, capaz de responder a las urgencias locales sin caer en espejismos ajenos.