El reto para este gobierno y los que vienen es titánico. Las bandas extranjeras ya están enquistadas en el mapa criminal chileno, y hasta ahora la respuesta estatal ha sido tardía y deficiente. Las palabras de Carolina Tohá, lejos de transmitir seguridad, caen como un balde de agua fría y muestran la desconexión entre el discurso oficial y la realidad.
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“Al Tren de Aragua le tocó difícil en Chile”, afirmó la ministra del Interior, Carolina Tohá, el pasado 10 de febrero. Sin embargo, esa imagen contrasta con la realidad descrita en un reportaje publicado por La Tercera el domingo, que reveló cómo el 80% de los locatarios del Barrio Bellavista han sido extorsionados y se ven constreñidos a pagar “vacunas” a aparentes miembros del Tren de Aragua para poder operar sus negocios. Las palabras de Tohá también chocan con la operación que ejecutó dicha organización para asesinar en suelo chileno al exteniente venezolano Ronald Ojeda.
Que hoy existan más de 300 detenidos en Chile supuestamente vinculados al Tren de Aragua ha sido presentado como un éxito por el gobierno -los complacientes dichos de Tohá vienen de ahí-, pero el asunto parece ser bastante más complejo que eso.
Por un lado, se sabe que la banda venezolana franquicia su nombre y cobra por ello. Existen grupos criminales que, sin ser originalmente el Tren de Aragua, pagan dinero por utilizar la denominación. ¿Cuántos de esos 300 detenidos operan para franquicias del Tren de Aragua? ¿Cuántos pertenecen a la banda original o a células que se desprenden de ella? Estas preguntas no son triviales: su respuesta permitiría entender mejor la estructura de estas bandas, las jerarquías, redes de colaboración y sus diversos métodos.
Por otro lado, el sistema carcelario chileno ofrece los incentivos para que estos grupos se rearticulen e incluso utilicen las cárceles como centros neurálgicos de sus operaciones. Las cárceles también funcionan como espacios de “contaminación delictual”, donde las bandas aprenden técnicas y delitos unas de otras, modificando los ecosistemas criminales del país (lo que pasa en las cárceles, pasa en las calles). Hace unas semanas, el fiscal Héctor Barros advirtió que las bandas chilenas estaban comenzando a imitar a los grupos extranjeros, tanto en los tipos de delitos -secuestros, extorsiones- como en los métodos brutales que emplean. Esto ha ido acompañado también de otros fenómenos, como la utilización de sicarios que pertenecen a organizaciones extranjeras para resolver disputas territoriales entre bandas chilenas.
Las organizaciones criminales extranjeras como el Tren de Aragua no son fáciles de desarticular porque, en el fondo, ni siquiera está claro qué son, quiénes las integran ni cómo operan. Esto se debe, en parte, a las falencias estructurales del Estado en esta materia, que se hicieron muy evidentes desde el estallido social en adelante. También se explica tanto por los problemas de nuestra política, enfrascada muchas veces en disputas sin destino, como por un gobierno sin rumbo, preso de los símbolos y las identidades, incapaz de salir de sí mismo.
Sin embargo, el cuadro también se explica por características específicas de estos grupos, que los distinguen de las típicas organizaciones chilenas, mexicanas, colombianas y brasileñas. A diferencia de las bandas tradicionales, varias de las organizaciones criminales que han llegado a Chile en los últimos años han desarrollado modelos profundamente extractivos. Esto significa que se adueñan de todo el mercado criminal de un territorio (desde el robo de celulares hasta la prostitución y la extorsión), drenan la mayor cantidad de recursos en el menor tiempo posible y luego, cuando el Estado les pisa los talones, se van hacia otro lugar a repetir el ciclo. No desarrollan mayores vínculos con las personas que habitan los lugares que dominan, ni tampoco les ofrecen servicios (a lo Pablo Escobar o Chapo Guzmán). Son criminales que responden a los signos de los tiempos, transnacionales en todo el sentido de la palabra.
El reto para este gobierno y los que vienen es titánico. Las bandas extranjeras ya están enquistadas en el mapa criminal chileno, y hasta ahora la respuesta estatal ha sido tardía y deficiente. Las palabras de Carolina Tohá, lejos de transmitir seguridad, caen como un balde de agua fría y muestran la desconexión entre el discurso oficial y la realidad. Además, reflejan la disposición permanente de un gobierno que dedica demasiado tiempo a transmitir amenazas grandilocuentes al crimen organizado por la prensa -“los perseguiremos como perros”, “no descansaremos hasta encontrarlos”, “este crimen no quedará impune”, “recorreremos cielo, mar y tierra”- mientras las bandas siguen avanzando y a pasos agigantados.
El ecosistema criminal chileno cambió, pero aún no podemos saber si todos esos cambios son irreversibles. Lo que es claro es que el tiempo apremia y que por su naturaleza estas bandas suelen ir siempre un paso por delante del Estado. El desafío es enorme y necesitamos que la política esté a la altura de las circunstancias.