Mantener viva esta promesa les hace sentir que siguen hablándole a una asamblea universitaria. El golpe de realidad ha sido duro, pero algo queda. Ese algo es la condonación del CAE: no hemos abandonado todas las luchas, compañeros.
La condonación universal del CAE, promesa estrella del gobierno, sigue siendo un dolor de cabeza. Esta semana se anunció que el ingreso del proyecto no tendrá lugar en septiembre —como se había informado— sino en octubre. En el intertanto, se llegó a sugerir que la iniciativa sería objeto de una cadena nacional del presidente, lo que deja ver la importancia que reviste el tema en las filas oficialistas. La razón de la nueva postergación es la sobrecarga legislativa, aunque todo indica que no hay consenso en torno a los detalles del proyecto.
En cualquier caso, y más allá de los plazos involucrados, no deja de ser impresionante el modo en que esta cuestión obsesiona, fascina y persigue al gobierno (y lo seguirá haciendo durante todo el 2025). Es más, a veces pareciera que se trata de un criterio decisivo a la hora de evaluar esta administración, lo que es manifiestamente absurdo. Dicho en simple, la importancia del CAE es real, pero su lugar en nuestra vida política está total y completamente sobredimensionado. De hecho, no guarda ninguna relación con las urgencias que aquejan a los chilenos. Es fundamental comprender las razones del extraño fenómeno, que de seguro nos tendrá discutiendo cuánto condonar y a quién condonar en medio de una crisis de seguridad, de dificultades migratorias y del estancamiento económico.
Para explicar esta paradoja, se suele esgrimir que se trata de un compromiso de campaña. En otras palabras, estaría en juego la capacidad de la coalición oficialista para cumplir sus promesas. Es un argumento de orden moral, que busca acallar las críticas: nuestra palabra vale, arguyen con ceño adusto los dirigentes del Frente Amplio. Sin embargo, el argumento no resulta demasiado persuasivo. Después de todo, el programa presidencial de Gabriel Boric constituye una especie de monumento a la irresponsabilidad política. Allí se prometía gratuidad en el transporte público, reparar la deuda histórica de los profesores, desmilitarizar el Wallmapu, terminar con al amiguismo en cargos públicos, refundar la policía, trenes para Chile y un largo etcera. Nos faltarán años para medir la frivolidad presente en ese plan de gobierno. Como fuere, el hecho es que no son pocas las promesas sin cumplir.
Subsiste entonces la pregunta por el CAE: ¿por qué este compromiso de campaña merece tanta atención? La respuesta es de orden psicológico. La condonación del CAE es mucho más que una promesa hecha al fragor de una contienda electoral: es una marca de identidad (como lo fue antes el indulto). Si se quiere, es la bandera —más bien, el fetiche— que permite que la generación gobernante siga viviendo bajo la ilusión de que no ha extraviado toda lealtad para con su propia trayectoria, que siguen siendo los dirigentes estudiantiles que irrumpieron en la vida pública el 2011. Mantener viva esta promesa les hace sentir que siguen hablándole a una asamblea universitaria. El golpe de realidad ha sido duro, pero algo queda. Ese algo es la condonación del CAE: no hemos abandonado todas las luchas, compañeros. Condonar el CAE es el modo en que los adultos gobernantes quisieran conservar la juventud. Al mismo tiempo, es un mecanismo para mantener cautivo a su nicho electoral, bajo una forma clientelar. El público fiel merece su recompensa.
Desde luego, nada de esto implica negar que el sistema de financiamiento universitario deba ser corregido, o reformado en profundidad. El punto es que ninguna de esas mejoras rima con la condonación. Esa promesa sólo agravó el problema que se quería resolver, pues operó como incentivo a no pagar. Por lo demás, ¿quién no quisiera dejar de pagar sus deudas? ¿No es esta una variante del “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”? Tal es la tragedia del CAE: la necesaria reforma del sistema terminó atada a una promesa infantil que el Estado no tiene como asumir, y cuyo cumplimiento supone necesariamente postergar otras necesidades más urgentes. ¿Por qué gastar nuestros recursos en educación universitaria, y no en educación inicial? ¿No deberíamos priorizar los aprendizajes perdidos durante la pandemia, por mencionar un solo ejemplo? Sin embargo, nada de esto le importa al dirigente estudiantil en su versión frenteamplista, que sólo está movido por su propia agenda. Ese dirigente es, en estricto rigor, un irresponsable, por cuanto no debe hacerse cargo de las consecuencias de sus propuestas. Es también un perfecto inocente: la responsabilidad siempre recae sobre otros.
La dinámica política de la última década se explica, en buena parte, por el embrujo ejercido por una nueva generación de desafiantes, que formularon preguntas que la vieja clase dirigente no quiso —o no supo— responder. Hoy, esos desafiantes gobiernan el país y administran el Estado, pero no quieren renunciar a la retórica asambleísta ni a las promesas clientelares. Sería cuando menos curioso que todos siguiéramos jugando el juego, ayudándoles a conservar sus falsas ilusiones y construyendo un mundo imaginario. Es hora de romper el embrujo.