Las víctimas, por lo tanto, no son de la izquierda, sino de toda una sociedad que ha sido objeto de una violencia desatada. No se les honra cuando se utilizan sus nombres y sus historias como arma política para ganarle un punto al adversario de turno. Así como ningún grupo político puede apropiarse de lo que está sucediendo en las calles, tampoco Pamela Jiles puede apropiarse de unas víctimas que no son suyas.
Un niño de cuatro años y un adulto que fueron atropellados por un conductor ebrio en San Pedro de la Paz. Un trabajador que recibió un disparo en la cabeza en Puente Alto. Un joven que fue embestido por un camión militar. Hombres y mujeres que fueron víctimas de un incendio en una fábrica santiaguina y en una tienda del retail luego de saqueos. Una joven que recibió en su cuello el impacto de una bala por parte de un soldado. Son solo algunas de las diecinueve víctimas fatales luego de las protestas masivas en nuestro país. Los relatos de cada uno provocan dolor y reabren heridas que estábamos acostumbrados a recordar en fechas específicas, pero que ahora dejan de ser parte de nuestra memoria y se transforman en algo cotidiano.
En esta situación, duele constatar cómo una parte de la izquierda prefiere llevar agua a su molino en vez de aunar esfuerzos para salir de la crisis. La escena de la diputada frenteamplista Pamela Jiles acercándose a la testera de la Cámara con una imagen de las víctimas fatales de estos días es la mejor muestra de ello: intenta apropiarse de manera insensible de esos rostros con tal de denunciar al gobierno —el rostro socarrón e indolente con que Chadwick miraba todo esto, además, no es digno de ningún político—. El espectáculo de la diputada, sin embargo, es ciego ante un problema mayor: la política que ella representa está sumida en la peor de las crisis, y esos gestos no ayudan a avanzar en ninguna dirección. La preocupación por el respeto a los DDHH se ha vuelto, afortunadamente, prioritaria no solo para la izquierda y para la opinión pública, sino también para el gobierno. Sin embargo, frente a la intensidad de las actuales discusiones y frente a políticos que intentan sacar réditos políticos, es importante decir algunas cosas.
En primer lugar y aunque sea doloroso, es importante señalar que la situación de crisis no era solucionable simplemente con fuerza policial: estos episodios comenzaron con ataques demasiado masivos y graves a instalaciones públicas y privadas, y los carabineros no daban abasto (con dificultades han podido hacerlo los militares). Por eso, frente a quienes afirman que las fuerzas armadas solo han tensionaron el ambiente y fueron los culpables de la violencia (con la responsabilidad política que eso implica para el Ejecutivo), cabe pedir un poco de realismo y de honestidad intelectual.
Si lo anterior es correcto, es necesario que las denuncias a violaciones a los derechos humanos sean recogidas con urgencia y claridad, pero sin apresuramientos. En esto no caben precipitaciones: los crímenes deben ser denunciados ante los tribunales; ellos son los organismos competentes para su evaluación y para dirimir si hay responsabilidades penales. Ese proceso debe hacerse con ponderación y cabeza fría. Si no, se cae en las lógicas de la venganza, lo que está en las antípodas de la justicia. Debe haber, por supuesto, una condena clara a los crímenes, a los abusos y al uso desproporcionado de la fuerza, considerando que muchas de las denuncias hablan de víctimas que ya estaban detenidas por los cuerpos armados. Dicho eso, el INDH ha mostrado suficientemente su afán por perseguir lo que hay detrás de los datos que les llegan, recabar la información necesaria y entregarla a los tribunales competentes. Así, en los cinco casos de muertes por los que hasta el momento han sido responsabilizados miembros de la fuerza pública es necesario esperar las resoluciones de los organismos correspondientes. ¿Qué pasa con las otras catorce víctimas fatales de estos días? Varias de ellas han surgido de situaciones de violencia y saqueo, y otras tienen que ver con episodios con civiles especialmente dolorosos. En este sentido, solo el restablecimiento de cierto orden podía evitar que estas cosas siguieran sucediendo por doquier.
Por último, está la cuestión de quienes comparan el gobierno de Piñera con la dictadura de Pinochet. Hay una serie de elementos que hacen incomparables ambas situaciones. Primero, aunque el Ejecutivo ha tenido en ocasiones poca delicadeza o empatía y ha ocupado una retórica de guerra que no ayuda a su credibilidad, no se ha desentendido de las denuncias ni ha intentado minimizar su gravedad. Por el contrario, el ministro de justicia y el mismo presidente han respaldado la labor del INDH, que ha podido investigar y actuar sin ver amenazada la integridad de sus miembros —en esa línea, hasta Carmen Hertz ha celebrado la labor de Sergio Micco, tan criticado cuando asumió la dirección del organismo—. En segundo lugar, acá estamos frente a casos de uso excesivo o descriteriado de la fuerza. No se ha visto ni un uso deliberado ni planificado de la tortura y la desaparición, ni una política de ataque a determinados grupos, ni un afán por esconder o entorpecer la labor de los organismos que investigan a las FFAA. En esto hay una disposición radicalmente distinta al régimen de Pinochet (e incluso a la primera transición). Las violaciones que puedan cometerse en un régimen democrático, donde funciona la independencia de los poderes y donde existe la posibilidad de controlar y juzgar, hacen que la comparación sea improcedente. La gravedad de esta tragedia nos exige, además, buscar y elaborar nuevas categorías para comprender lo que estamos viviendo.
Las víctimas, por lo tanto, no son de la izquierda, sino de toda una sociedad que ha sido objeto de una violencia desatada. No se les honra cuando se utilizan sus nombres y sus historias como arma política para ganarle un punto al adversario de turno. Así como ningún grupo político puede apropiarse de lo que está sucediendo en las calles, tampoco Pamela Jiles puede apropiarse de unas víctimas que no son suyas.