Destruir la confianza popular en las Ues, que antes también existía en EEUU, no es imposible. Y la dependencia económica que la izquierda ha construido y profundizando con vistas a utilizarla a su favor bien podría ser explotada mañana desde una Presidencia de signo opuesto.

La agonía presente de las mejores universidades de Estados Unidos es un llamado de alerta que debe escucharse más allá de sus fronteras. Es claro que la nueva élite del Partido Republicano tiene un profundo rencor contra esas instituciones, y no es sólo debido a la ignorancia: varios provienen de ellas. Lo que ocurre es que el movimiento woke, némesis del trumpismo, es el más fino destilado de la política de campus, y para destruir su ecosistema la nueva derecha estadounidense está dispuesta a causarle un daño profundo a algunos de los pilares históricos del desarrollo norteamericano. No todos quienes despliegan este plan lo ven como una campaña de demolición antiintelectual, sino que varios lo consideran una dura medicina que busca acabar con el tejido enfermo, aún al costo de dañar al sano. El arsenal de herramientas usado, eso sí, atestigua la brutalidad del procedimiento: se utiliza el financiamiento estatal y el carácter cosmopolita de la academia para extorsionarla hasta la sujeción, conculcando su autonomía, y se quita de un día para otro soporte a áreas críticas que no tienen nada que ver con la guerra cultural.
A nivel popular la reacción ha sido lenta, en parte por el shock, en parte porque muchos desconfían de las universidades tradicionales, viéndolas como nidos de progresistas fanáticos y parasitarios, que viven succionando el dinero ganado con esfuerzo por los contribuyentes, ofreciendo a cambio activismos mediocres disfrazados de conocimiento. Este juicio, por cierto, se expande en esos círculos a todos los programas “Mickey Mouse”, como le dicen en el Reino Unido a los grados cuyos egresados salen empapados de existencialismo barato y sin idea de cómo ganarse la vida. Lo que vemos, entonces, es una venganza que combina elementos políticos con inclinaciones antiintelectuales y de venganza contra la falsa promesa universitaria.
Nada de esto debería sernos ajeno en Chile. No sólo porque las tendencias políticas de Estados Unidos rebotan rápido acá –v.g., vacunas y armas- sino porque nuestras universidades del Consejo de Rectores, aunque gozan todavía de confianza ciudadana, acumulan un riesgo político importante, mezclado demasiadas veces con fragilidad financiera y gran dependencia respecto al Estado, que la izquierda constantemente quiere hacer crecer, junto con el número de matriculados.
¿Por qué riesgo político? Porque muchas entre ellas tienen áreas bajo control hegemónico de lotes cerrados de afinidad política progresista, alcanzando este espíritu faccioso incluso algunas Rectorías, que consienten en usar la Universidad como plataforma de activismo. El ejemplo más desvergonzado es el exRector Ennio Vivaldi de la Universidad de Chile, que apoyó al Frente Amplio en todo, y luego fue premiado con una embajada. El caso de Aldo Valle, que reunió firmas por Boric, es parecido. El periodo del estallido y los procesos constitucionales, de hecho, gracias a cartas grupales y otras intervenciones, dejó en evidencia un desbalance ideológico universitario, siendo éste especialmente agudo en las áreas de Humanidades y Ciencias Sociales, que a su vez cobijan la mayoría de programas “Mickey Mouse”. El woke también campea por acá.
El pasto ya está bastante seco, entonces, y falta sólo que la nueva derecha chilena apunte sus fósforos al sistema universitario. Destruir la confianza popular en las Ues, que antes también existía en EEUU, no es imposible. Y la dependencia económica que la izquierda ha construido y profundizando con vistas a utilizarla a su favor bien podría ser explotada mañana desde una Presidencia de signo opuesto.
¿Qué hacer? La izquierda confía en que la ciudadanía seguirá fiel a las Ues, y que el estudiantado será para siempre clientelizado, pero nada de esto es sólido. Lo que las grandes universidades chilenas deberían hacer es reforzar su autonomía y volver a sus raíces fundacionales, ya sean católicas, republicanas u otras. Regenerarse desde ahí, disminuyendo el poder de las camarillas y recuperando su misión institucional, la visión grande que las inspira, que no es político-partidista, sino un proyecto de búsqueda de la verdad que acepta, y demanda, distintas visiones y carismas en su interior.