El desafío ahora, entonces, es convertir toda esta retórica de la tregua en una práctica que tenga sentido y comience a perfilar un nuevo pacto social que interprete a las grandes mayorías y ponga a Chile de nuevo en una senda de prosperidad, seguridad y paz. Para ello sigue quedando un buen trecho: son múltiples las heridas abiertas. Pero la verdad, administrada en dosis prudentes, tiene capacidades terapéuticas.
Esta segunda vuelta de gobernadores reforzó la tendencia ya visible en las elecciones del 26 y 27 de octubre: un triunfo de la moderación y una derrota resonante de la ultraizquierda. Los discursos entre los ganadores fueron todos calcados: gestión, servicio, acuerdos, amistad cívica y transversalidad. Rodrigo Mundaca es la excepción que confirma la regla, pero lo cierto es que esa segunda vuelta, para quienes la seguimos, estuvo gobernada por una lógica cogotera desde el primer momento, por lo que no era esperable un discurso conciliador ganara quien ganara. Mundaca es casi todo lo que queda del mundo de la Mesa de Unidad Social y la Lista del Pueblo, y, en todo caso, su postureo, aunque agresivo, ya tiene muchos más molares que colmillos. Su discurso de la victoria afirmando que había derrotado en María José Hoffman a una candidata presidencial de la UDI fue un momento cómico en medio de una retórica principalmente paranoica.
Ahora bien, como ha señalado correctamente José Joaquín Brunner, mucho del discurso orientado a la tregua y la reconciliación política todavía es simplemente hipócrita. Todos dicen “Señor, señor”, pero las campañas siguen llenas de difamación y el proceso legislativo es una batalla campal sin prisioneros ni lealtades. Es evidente la necesidad de reformar el sistema político, así como lo difícil que es esa tarea. Era lo fundamental del proceso constitucional fracasado, pues es muy improbable que de los propios incumbentes emerja un ordenamiento político mejor y más justo. En ese ámbito esperamos, ahora, un verdadero milagro.
Sin embargo, avanzar desde el cinismo hacia la hipocresía, para luego intentar conquistar momentos de honestidad y virtud genuina, suena como un buen plan para nuestra democracia. La hipocresía es el tributo que el vicio le rinde a la virtud, dijo La Rochefoucauld. Y es tal cual. Vamos en una mejor dirección, considerando que algo clave en la lógica octubrista fue la defensa y justificación abierta de lo malo, lo feo y lo falso. Es mejor no estar todavía a la altura de nuestras aspiraciones que reivindicar nuestras peores bajezas.
El desafío ahora, entonces, es convertir toda esta retórica de la tregua en una práctica que tenga sentido y comience a perfilar un nuevo pacto social que interprete a las grandes mayorías y ponga a Chile de nuevo en una senda de prosperidad, seguridad y paz. Para ello sigue quedando un buen trecho: son múltiples las heridas abiertas. Pero la verdad, administrada en dosis prudentes, tiene capacidades terapéuticas. Y sólo la exposición a ella nos hace libres (algo que ojalá entendieran las Ministras Orellana y Vallejo).
Vendrán, sin duda, momentos para la verdad. Tendrán que gobernar los que hoy se golpean el pecho en nombre de la moderación. Tendrán que ser de nuevo oposición los que ayer usaron el caos como escalera y ahora posan de dialogantes. Tendrá que discutirse en serio, en un futuro cercano, qué ocurrió entre el 18 de octubre de 2019 y el 4 de septiembre del 2022. Pero también qué pasó antes, cómo se gestó tanta rabia. Habrá que purgar las heridas infestadas para obtener lecciones y sanarlas.
Todo esto representa un gran desafío para el país. Pero Chile históricamente ha crecido en la adversidad, aunque muestre una tendencia autodestructiva después, cuando ha pasado lo más difícil. Un vicio que compartimos con Atenas, a la espera de alcanzar también, en algún momento, algunas de sus mejores virtudes.