A diferencia de El nervio óptico, Un puñado de flechas dista de ser un libro perfecto. Hay capítulos no del todo logrados (como Bodhi Wind) o parrafadas empalagosas al borde del melodrama; sin embargo, son detalles en un conjunto donde la agudeza, la prosa lúcida y una dosis justa de información son la nota dominante.
En una escena de City, de Alessandro Baricco, se relata el modo en que Mondrian Kilroy, un excéntrico profesor de estadísticas, busca dar cuenta de lo irreproducible e indescriptible de Los nenúfares de Monet. En la voz del profesor se describen esos majestuosos cuadros que durante décadas pintó el maestro impresionista y que se conservan en la Orangerie de París. La serie de ocho telas, que suma noventa metros de largo y está dispuestas en dos salas ovaladas, se ha convertido en una de las obras más visitadas de la capital francesa. En la novela de Baricco, Kilroy se detiene a explicar de qué manera Los nenúfares sobrecogen y desafían por completo a sus espectadores, exceden con creces las herramientas conceptuales con las cuales intentamos asir lo inasible de toda obra de arte y terminan superándonos. En un giro algo humorístico a la hora de asumir nuestras limitaciones ante lo bello y verdadero, Kilroy cuenta cómo tantos visitantes de la Orangerie acaban reconociendo inconscientemente su derrota con un mínimo gesto: sacan unas pequeñas cámaras de sus bolsillos y fotografían esas obras fastuosas y enormes que ningún lente es capaz de captar de una sola vez.
La lectura de Un puñado de flechas, de María Gainza, un libro inclasificable compuesto por breves textos que transitan entre la crónica, el ensayo y el relato, me recordó esa escena memorable de Baricco. En su más reciente volumen, la escritora argentina parece sortear esa imposibilidad sobre la que monologaba Kilroy y tiende, una vez más, puentes capaces de esquivar con éxito el abismo que separa las artes visuales de las palabras con que intentamos describirlas. Un puñado de flechas hace dialogar ambas dimensiones con un virtuosismo que la convierte en una de las creadoras más originales del panorama hispanoamericano. En línea con El nervio óptico, este nuevo título vuelve sobre los temas ya habituales de la autora: los museos y sus obras, la tiranía del gusto, el afán de los coleccionistas, el poder de la enfermedad o las disputas entre tradición e innovación, todos ellos equilibrando la erudición de la historia del arte con una poderosa mirada que justifica con solidez el valor de aquello que está observando.
Un puñado de flechas reúne una quincena de capítulos de diversa extensión. Y aunque abunden referencias a Cézanne, Vermeer o Rodin, parte relevante está dedicado a un arte argentino algo desconocido fuera de su país, pero que en manos de la autora alcanza a dar cuenta de las profundidades universales de toda invención. Textos sobre Juan Tessi, Nicolás Rubió o la escultora María Simón relatan trayectorias originales y muestran los intentos de esos creadores por llevar a cabo sus proyectos artísticos. Varios capítulos están estructurados en torno a cuestiones biográficas, como los del fotógrafo Alberto Goldenstein o la ya mencionada Simón, y terminan siendo perfiles que dibujan vidas a partir de unos pocos trazos. Con todo, las anécdotas se equilibran con finas reflexiones en torno a la formación y las búsquedas de los artistas. En El profeta mudo, por ejemplo, relata de qué manera las fotografías que Goldenstein tomó durante un viaje juvenil a Europa lo hicieron fijarse en la cotidianidad de un modo particular: en vez de fotografiar los monumentos más conocidos, el joven viajante capturaba “unas velas encendidas vaya uno a saber dónde, unos tulipanes cultivados en parterres, una escultura anónima en un pasillo, fotografías que parecían decir que las cosas normales no son normales para nada; ellas poseen la fuerza carismática de lo común”. Desde allí, Goldenstein comenzó un itinerario que lo ha llevado a ser un artista visual único en la Argentina actual. Incansable en su búsqueda de un estilo, ni las prestigiosas escuelas neoyorkinas ni los rechazos de los círculos artísticos bonaerenses lo detuvieron en el camino por encontrar una estética propia, un recorrido cruzado por la incomprensión y la soledad en que la autora identifica los pasos fundamentales de un verdadero artista.
El costado más canónico de Un puñado de flechas —aquel donde aparecen los clásicos de la pintura europea como Vermeer o Tiziano— siempre está cruzado por la subjetividad de la crónica, donde la figura de la autora se atraviesa en el primer plano y le da profundidad a la escena. Está, por ejemplo, en El desconcierto, el texto en que relata el robo que en 1990 sufrió el museo Isabella Stewart Gardner de Boston —el robo de arte privado mayor avaluado del mundo—, y que la autora narra a partir de sus encuentros con el señor Harold, un detective especializado en rastrear obras alrededor del mundo. También en ¿Qué hace esta pintura acá?, donde Gainza se detiene en sus orígenes en el oficio de la crítica y describe su afán por encontrar un lenguaje capaz de comunicar una experiencia sin escudarse en las jergas de la academia: “Desde el primer momento me di cuenta de que tenía que encontrar circuitos alternativos para escribir sobre arte. Aguzar el ojo, espolear la imaginación”. Y aunque se define a sí misma como una crítica sin demasiado programa, sí se reconoce una virtud: “el mérito de no caer en el oscurantismo ni en los intolerables absolutos”, pues su único plan era “disipar la neblina helada que rodeaba las artes plásticas y hacer de puente, o de gondolieri, entre la isla de Citera que suponía el arte para mí y el continente de lectores que, en mi imaginación, deseaban alcanzarla”.
A diferencia de El nervio óptico, Un puñado de flechas dista de ser un libro perfecto. Hay capítulos no del todo logrados (como Bodhi Wind) o parrafadas empalagosas al borde del melodrama; sin embargo, son detalles en un conjunto donde la agudeza, la prosa lúcida y una dosis justa de información son la nota dominante. Cabe reconocer, además, una capacidad para sorprenderse y emocionarse con el misterio del arte —aun con el arte mediocre, que siempre tiene algo de verdadero—, el cual rodea con sabiduría y conciencia de que no podemos nunca agotarlo del todo. El título del libro refiere a una frase que Francis Ford Coppola le dirigiera a la autora durante una estadía en Buenos Aires: “El artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas. Puede lanzar todas sus flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo. También puede ir lanzándolas de a poco, espaciadas a lo largo de los años”. Aunque en este volumen no todas las flechas son igual de doradas, Gainza demuestra una vez más que su carcaj está bien nutrido, y que sus puntas poseen filo y velocidad para clavarse de lleno en el centro del blanco.