Estos días de fiestas patrias, al igual que durante octubre de 2019, la apertura del individuo chileno -parapetado el resto del año- se traduce en una complicada mezcla de alegría compartida y violencia destructiva. Hay algo en común que nos falta, que fue arruinado. Lo que queda nos corta las alas y nos hace desconfiar hasta en nosotros mismos, pero no vemos escapatoria ni esperanza.
El último libro del sociólogo alemán Hartmut Rosa, heredero de la escuela de Frankfurt, es un pequeño ensayo titulado “La democracia necesita a la religión”. Su punto de fondo es que la existencia de un orden democrático depende de que los seres humanos que lo compongan estén y se mantengan abiertos a la posibilidad de ser transformados por la experiencia del contacto con otros. A esto, Rosa lo llama “resonar”. El autor destaca que no sirve sólo tener una voz, sino que es necesario cultivar el oído y el corazón. Sin un corazón dispuesto a escuchar, es imposible relacionarnos de manera no agresiva con el mundo y las personas que nos rodean.
Sin embargo, continúa el profesor Rosa, el mundo moderno basado en la aceleración, el rendimiento, el crecimiento, la manipulación y la competencia total hacen prácticamente imposible esa apertura atenta al otro. Necesitamos ser cada vez más duros, más rápidos y más fuertes sólo para mantenernos a flote. Consumir o ser consumidos. En particular, Rosa destaca que el “burnout”, esa sensación de agotamiento físico y existencial propia de nuestra era, implica el aislamiento existencial de individuos carentes de cualquier excedente de energía para algo distinto que sobrevivir. Verdaderos imbunches, cuya única apertura restante es la boca, por la que pueden gritar y comer, pero nada más.
El sociólogo alemán, finalmente, destaca que la religión y sus instituciones son de los pocos espacios en el mundo moderno no regidos por la lógica de la aceleración y el rendimiento. Y que esa reserva de paz y de la posibilidad de resonar con otros es valiosa y fundamental en la lucha por mantener viva la democracia. Rosa no identifica este potencial sólo en las iglesias, sino que también en la naturaleza, los conciertos de música y otros eventos de ese tipo.
Leyendo el librito, era difícil no recordar el lado amable del estallido social: millones de chilenos que salían a las calles justamente a resonar con otros, a abrir el propio dolor y fragilidad al resto, y abrirse al dolor y fragilidad de los demás también. Este lado terapéutico de la catarsis colectiva fue muy potente, y no debe ser olvidado, pues es reflejo justamente de los males de la modernidad identificados por Rosa. Millones de esos individuos que encuesta tras encuesta declaran no confiar en nadie, y que viven angustiados por una panoplia de miedos y problemas, salieron a las calles a abrazarse y cantar con desconocidos.
Sin embargo, el propio estallido, en su lado oscuro, devuelve a la teoría de Rosa un problema ya identificado por el antropólogo francés René Girard: la mímesis colectiva tiende a la violencia sacrificial. Ese “resonar juntos” se puede volver asesino y altamente destructivo. El salir de uno mismo, como dice Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”, puede ser un “rajarse” tan doloroso como estéril. El deseo de ir más allá del propio yo siempre coquetea con la muerte. Y, en el estallido, fue esa potencia oscura la que terminó llevando la batuta.
Si esto es así, la teoría de Rosa se quedaría corta: la religión sería exclusivamente necesaria no sólo para la democracia, sino para la civilización humana, al ser capaz de dar cauce a la resonancia y alejarla de la violencia mimética. Desde un punto de vista cristiano, sería la eucaristía, el encuentro común con Cristo en su sacrificio, el único camino para salir de uno mismo derrotando a las fuerzas de la muerte en vez de entregándose a ellas. Lo cual, por cierto, no significa que el camino eucarístico sea el preponderante en los países cristianos.
De este modo, la pregunta por la situación y lugar de la religión en nuestro país adquiere mayor relevancia. Estos días de fiestas patrias, al igual que durante octubre de 2019, la apertura del individuo chileno -parapetado el resto del año- se traduce en una complicada mezcla de alegría compartida y violencia destructiva. Hay algo en común que nos falta, que fue arruinado. Lo que queda nos corta las alas y nos hace desconfiar hasta en nosotros mismos, pero no vemos escapatoria ni esperanza. Regenerar nuestra democracia exige buscarla en tratar de escuchar y compartir una mesa con quienes hoy tememos y odiamos. ¿Es posible algo así?