Opinión
Hasta en las mejores familias

Rafael Gumucio logra mostrar con tierno patetismo los vaivenes de toda vida familiar. Acercándose sin miedo a la caricatura y, al mismo tiempo, sin dejar de lado un buen oído para la representación de una clase alta en decadencia, Los parientes pobres se hunde en algunos de los tópicos más frecuentes de la mejor tradición de la narrativa chilena —la paternidad, la estirpe, la casa familiar— y sale airoso.

Hasta en las mejores familias

En la más donosiana de sus novelas, el prolífico escritor Rafael Gumucio nos entrega la fábula de una numerosa familia chilena. Los parientes pobres cuenta cómo los once hijos de un nonagenario padre se hacen cargo de los escándalos que provoca este último en un hogar de ancianos. El progenitor, desorientado por la demencia, se ha enfrascado en una relación sentimental con su hermana, la tía Ester, a quien no reconoce como tal. Su descendencia, preocupada por esa relación prohibida y por la posibilidad de que la noticia se sepa fuera del asilo, busca soluciones en un diálogo que tiene aires de conversación de WhatsApp. En ella se ventilan las diferencias entre los hermanos, reviven viejos rencores y se gatilla una cómica situación en el intento por hacerse cargo de un patriarca y su historia.

En un largo primer capítulo, el más extenso de la novela, se nos presenta el conflicto y se plantean las alternativas que tiene el clan. La mayoría de los miembros de la prole, sin embargo, son escasamente resolutivos. Mientras unos pocos —Raimundo, Adriana y Julieta— plantean salidas al problema que tienen entre manos, varios otros se dedican a recordar las anécdotas de un padre genial, impredecible e infiel —pero nunca desleal, como se consuela tristemente uno de sus hijos—, aunque las evaluaciones que hacen sobre su vida varían enormemente según quién lo recuerda. De todos modos, queda más o menos claro que, aunque pudiera ser un escultor relativamente valorado, estaba bastante lejos de ser un buen padre. Engendró hijos por doquier, pero nunca se preocupó demasiado de ellos; no fue un proveedor estable para su familia, ni tampoco un creador constante capaz de llevar a buen puerto su genialidad.

A pesar de eso, el padre despierta admiración e incluso un ciego fanatismo en algunos de sus hijos. El caso más patente es Rubén, el personaje más hilarante —e insoportable— de toda la novela, quien deja su retiro ecológico en la selva de Costa Rica para caminar hasta Santiago para encontrarse con su padre. Con una voz muy reconocible, Rubén aparece como un narciso privilegiado que, habiendo dejado de lado las comodidades del mundo moderno, busca, ante la tragedia familiar que lo excede, una estrategia para volcar toda la atención alrededor suyo. En su largo periplo americano se enfrenta a complicaciones de todo tipo que intenta hacer más llevaderas con una filosofía barata, sumadas a reflexiones de una complacencia infantil y a poemas suyos y ajenos que solo contribuyen a generar una repulsión más intensa hacia su figura.

El fresco que dibuja Gumucio se completa con la presencia de “los Barría”, los primos de los protagonistas que, hijos de la tía Ester, están más preocupados del posible escándalo social que de lo que sucede en el asilo entre los dos ancianos. La relación con sus primos despierta un sentimiento defensivo en el clan, pues se cruza una sensación de inferioridad histórica ante los Barría —quienes parecieran tener un mucho mejor pasar— con ciertos episodios no resueltos por parte de algunos de los hermanos, como Adriana, con quien “el Barría grande” está obsesionado. A pesar de que pareciera posible acordar una solución en conjunto al problema de los ancianos, la estadía en el gran campo de los Barría —a donde llevarán temporalmente al patriarca y a la tía Ester—, termina gatillando más problemas y trizando indefectiblemente el vínculo entre ambas familias.

Luego del primer capítulo, la narración cambia de registro e intercala relatos en primera persona de Emilia (una de las nietas), conversaciones telefónicas entre los hermanos y los ejercicios de escritura de Julieta, quien participa en un taller y busca darles forma literaria a sus recuerdos de infancia. Aunque se torna irregular a ratos, la narración nos permite seguir los pasos de esta descendencia que no solo busca solucionar el problema ya mencionado, sino también quiere responder algunas preguntas fundamentales acerca de la pertenencia, de la estirpe y del modo en que podemos (o no) hacernos cargo de la herencia familiar que hemos recibido.

Con un humor bien administrado, Gumucio aborda con gracia temas nada de graciosos. Adulterios, abandonos, golpizas y traiciones son moneda corriente en esta familia disfuncional. Así, en medio de situaciones cómicas y de anécdotas divertidas, aparecen las facetas menos amables de la familia: el padre vanagloriándose de sus diez hijos (siendo que eran, en realidad, once), lo que despertaba en ellos la obsesión de no ser aquel que su padre olvidaba. O dos grupos de hijos —“los del cerro”, del primer matrimonio, y “los del río”, del segundo— echándose culpas y cobrándose cuentas con respecto al cuidado y la preocupación que manifestaron por su padre. Todo esto visto desde una perspectiva agridulce, donde la adoración por la figura paterna va de la mano de la constatación de que tener tanta descendencia le “cagó la vida” a su progenitor, quien tuvo que preocuparse por alimentarlos más que por seguir una carrera artística donde podría haber destacado.

El balance de los hijos, sin embargo, parece terminar en saldo negativo. En palabras de uno de ellos, el papel del padre en este mundo parece haber sido el de abandonar a quienes lo querían: “De todos los abandonos del papá, somos el abandono menor. Al final ese fue su papel en el mundo, su única misión, su vocación definitiva, abandonar a los que amaba antes que lo abandonaran a él”. Eso no quita que, a pesar de los rencores y asuntos irresueltos, haya quienes se preocupen por la suerte que corre el padre nonagenario hacia el final de su vida. La paradoja, sin embargo, está bien elaborada por Gumucio, pues es Raimundo, el menos artista de los hijos, el ingeniero que ha tenido una vida relativamente exitosa en lo económico aunque con menos suerte en lo sentimental, quien logra aterrizar las cosas y darle cauce a los conflictos que van apareciendo a lo largo de la novela.

Rafael Gumucio logra mostrar con tierno patetismo los vaivenes de toda vida familiar. Acercándose sin miedo a la caricatura y, al mismo tiempo, sin dejar de lado un buen oído para la representación de una clase alta en decadencia, Los parientes pobres se hunde en algunos de los tópicos más frecuentes de la mejor tradición de la narrativa chilena —la paternidad, la estirpe, la casa familiar— y sale airoso. A través de este retrato de un rey mudo sin corona, de un príncipe sin poder, donde los hijos tienen la voz cantante, se muestra un mundo donde a pesar de todas sus miserias y mezquindades, la familia sigue siendo uno de los pocos lugares posibles de pertenencia.

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