Opinión
Aquí comienza la leyenda del Che

Juan Pablo Meneses muestra en Revolución su gran olfato para encontrar en la vida real historias originales y un notable elenco digno de revisitar. Con el Che Guevara de fondo, personajes como Tito Palestro o Praxíteles Vásquez hacen del auge y caída de la primera estatua del revolucionario una anécdota que merece estar en un lugar más prominente de nuestra historia nacional.

Aquí comienza la leyenda del Che

El primer monumento del mundo al Che Guevara se erigió en la ciudad de Santiago de Chile, específicamente en la comuna de San Miguel, en 1970. Hoy, la estatua que se levantó en su honor está desaparecida, y pocos conocen la historia que hay detrás de ella. Ese es el punto de partida de Revolución (Tusquets), de Juan Pablo Meneses, un relato que entremezcla las herramientas de la crónica periodística con las elucubraciones de la novela. En el libro le seguimos la pista a Juan, un guionista embarcado en la producción de un documental acerca de la desaparecida efigie. El protagonista investiga el destino de la obra de la mano de Celia, una joven historiadora con quien tiene un efímero romance; efímero como la estatua que estuvo solo tres años en pie, o como la idea de la serie televisiva, que nunca llega a puerto porque la productora a cargo estima que no tendrá audiencia suficiente.

La historia de la estatua, en torno a la que gira todo el libro, es la siguiente. A pocos días de comenzado el gobierno de la Unidad Popular, en septiembre de 1970, se inauguró en San Miguel esa primera figura en honor al Che Guevara, forjada por el artista porteño Praxíteles Vásquez. La idea fue iniciativa del alcalde socialista Tito Palestro, quien, meses antes, había despertado en medio de un sueño con la idea de erigir un monumento al guerrillero abatido en Bolivia pocos años atrás. La escultura, sin embargo, tuvo una vida breve en el espacio público: tres años más tarde, al poco andar la dictadura, los militares mandaron a sacarla. Ella fue arrastrada a un lugar desconocido —al parecer, al regimiento de infantería de San Bernardo—, y hasta el día de hoy se desconoce su paradero.

La imagen, una fragua de bronce de más de tres metros de altura y erigida sobre una ermita de piedra que permitía a los visitantes acercarse en peregrinación, tenía manifiestos ecos religiosos: con un pie adelantado y puesto fuertemente sobre el suelo, con los brazos hacia arriba tomando un fusil y con el rostro aguerrido, fueron muchos los que destacaron el paralelo que existía entre la imagen del Che y la imagen de Cristo. Para el narrador de Revolución, este primer monumento al guerrillero se enmarca en un esfuerzo por hacer del Che un redentor oriundo de este continente, “un profeta propio para América Latina”. Ese eco religioso, sin embargo, trasciende a la imagen específica, y es algo que rodea todas las lecturas que se hacen de Guevara, estando también en La Higuera, el poblado boliviano donde murió, o en las casas de San Miguel, en Santiago, donde varias familias erigían, a fines de los sesenta y principios de los setenta, altares con su imagen. Alrededor de esa aura redentora se fragua todo un culto que ve en la revolución y la guerrilla la posibilidad de salvación, y en el Che al emisario que habría de traer la buena nueva.

La novela de Meneses intercala dos tiempos: por un lado, los años sesenta y principios de los setenta, en los que suceden los hechos en los que se basa la forja de un mito. No solo está la revolución cubana, con los guerrilleros en la Sierra Maestra y su intención de redimir a los olvidados de este mundo; también están los hechos que conducirán a la leyenda, como las imágenes que el fotoperiodista español Enrique Meneses tomó a los combatientes y que, publicadas en Paris Match, una revista prestigiosa, sofisticada y cosmopolita, transformaron a los barbudos, ante las élites de todo el mundo, en símbolos de una promesa. Por otro lado está el presente, en el que Juan, investigando para el guion de su serie documental, se encuentra con un Che Guevara convertido en mercancía a lo largo y ancho del mundo. Esta dimensión va mucho más allá del guerrillero estampado en poleras, stickers y parches, en su famosa imagen tomada por Alberto Korda en La Habana; aquí Meneses se detiene para relatar cómo ha habido souvenirs, cigarrillos, helados, perfumes o zapatillas que han utilizado la imagen del argentino para hacerse un lugar en el mercado.

Aunque Revolución está lleno de datos asombrosos y de anécdotas descabelladas vinculadas con el culto al Che a lo largo y ancho de todo el mundo —incluido el remate de un mechón de pelo del guerrillero, cortado por un exespía que estuvo en presencia del cadáver de Guevara en Bolivia—, la trama a ratos pareciera dar vueltas en círculos. Los movimientos de Juan en busca de la imagen, que lo llevan al Consejo de Monumentos Nacionales, a programas de radio y a hablar con exmilitares que podrían saber la suerte de la estatua, intenta asir un vacío imposible de llenar. Al mismo tiempo, pareciera echarse en falta algunas cuestiones que están poco tematizadas: ¿por qué fue precisamente aquí, en Santiago de Chile, que se hizo el primer monumento al Che en todo el mundo? ¿Qué estaba sucediendo a fines de los sesenta que la lucha armada tuvo tanto prestigio y arrastre como para utilizar a su símbolo más relevante para un monumento público? ¿Qué tensiones introdujo dentro de la misma izquierda la estrategia guevarista durante el gobierno de la UP? Aunque hay información de cuán incómoda fue la imagen para los grupos paramilitares de derecha y, luego, para la dictadura, falta una dimensión dentro de la propia izquierda que bien habría valido la pena visitar.

Autor de varios libros de crónicas y de la novela Una historia perdida, donde ya experimentó en torno a los cruces entre periodismo y ficción —tras la estela, como ese mismo libro reconocía, de Soldados de Salamina y Santa Evita—, Juan Pablo Meneses muestra en Revolución su gran olfato para encontrar en la vida real historias originales y un notable elenco digno de revisitar. Con el Che Guevara de fondo, personajes como Tito Palestro o Praxíteles Vásquez hacen del auge y caída de la primera estatua del revolucionario una anécdota que merece estar en un lugar más prominente de nuestra historia nacional. Y aunque la trama propiamente ficcional, a ratos débil, no esté a la altura del costado más periodístico del libro, el efímero paso de una estatua que buscaba la inmortalidad nos dice mucho acerca del Chile del último medio siglo y de nuestras pugnas políticas que parecen nunca estar del todo cerradas.

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