Muchos de los problemas que enfrenta nuestra educación son complejos, qué duda cabe, suponen disputas doctrinales y requieren trabajo paciente. Pero antes que todo eso parece necesario volver a recuperar un sentido de su prioridad.
Un mes atrás el ministro de educación, Nicolás Cataldo, finalizaba una conversación radial con la curiosa afirmación de que “tenemos escuelas del siglo 19, con profesores del siglo 20, para estudiantes del siglo 21”. No mencionaba, en esta singular frase, en qué siglo pondría al Mineduc. No hace mucho, este instruía sancionar a algunos colegios que habían logrado hacer clases a pesar del receso por elecciones. Puede tratarse de una pelea pequeña en medio de los restantes problemas de nuestra educación. Pero no es trivial lo que revela en términos de la urgencia por educar.
Ese pequeño detalle adquiere algo más de importancia cuando se mira a la luz del informe de la OCDE publicado el pasado martes, que mostraba un alarmante 44% del país cuya comprensión lectora, habilidades matemáticas y capacidad de resolución de problemas es insuficiente. No es el primero ni será el último informe que nos recuerda esta realidad en extremo preocupante. Lo más llamativo, a estas alturas, es el escaso eco que un informe así llega a tener: lo comparten en sus redes sociales un par de personas, lo comentan un par de académicos, pero no hay ninguna discusión pública, ningún vuelco en lo que hacemos, nada que revele una mínima conciencia de la gravedad de lo que ahí se pone de manifiesto.
Nos ubicamos, en efecto, al fondo de la tabla. Al final y con gran distancia. Y nuestra colosal falla en estos campos repercute sobre todas las formas de desarrollo del país. No es solo que se trate de habilidades básicas para la vida laboral o para enfrentar decisiones relativamente complejas a la hora de pensar la propia jubilación. Se trata a la vez del desarrollo humano en un sentido más general, de las frustraciones que se siguen de no comprender el mundo que se habita, de no poder seguir instrucciones, y de quedar ajenos al goce que hay en el entender. Pero sea que nos pongamos en el plano de sus consecuencias económicas o espirituales, lo más llamativo es que nada de esto sea nuestra prioridad.
Esta es, tal vez, la principal confesión que debemos hacer al acabar este año escolar. No es que esta sea nuestra prioridad y estemos fallando en la estrategia para abordarla, sino que nada de esto importa tanto como se pretende. Según las célebres palabras del evangelio de Mateo, donde está nuestro tesoro está también nuestro corazón: nuestro tesoro está en financiar la gratuidad universitaria. Cuando se trata de la educación escolar, incluso los útiles pueden llegar a fin de año. Muchos de los problemas que enfrenta nuestra educación son complejos, qué duda cabe, suponen disputas doctrinales y requieren trabajo paciente. Pero antes que todo eso parece necesario volver a recuperar un sentido de su prioridad.