Estamos, después de todo, a ocho años del primer triunfo de Trump, y los derrotados de entonces no parecen haber sacado una sola lección significativa en el camino. Tras esa primera derrota el 2016, Mark Lilla (en “El regreso liberal”) notaba que la web del Partido Demócrata no ofrecía ningún proyecto común, solo diecisiete mensajes distintos para las diecisiete identidades a las que hablaba. Como cualquiera puede verificar, ese lado de su página web sigue intacto.
“Hay un movimiento super fuerte en Occidente hacia la derecha” señalaba este martes el economista Óscar Landerretche. Pocos días antes, también Carlos Peña había escrito sobre la “reacción conservadora” que está haciendo girar nuestras sociedades desde la pregunta por la autonomía a “la necesidad de una orientación compartida, no individualizada ni divisiva, sino común”. Se trata de un fenómeno macizo y sus diversas manifestaciones están a la vista: una mayor conciencia de lo que significa la disolución de toda autoridad, una rehabilitación de la idea de nación, un extendido hastío respecto de algunos patrones culturales recientes.
Fenómenos como estos admitirían en principio muchas respuestas, pues de esta ola –hay tanto versiones sanas como otras patológicas. Y el gran problema de la izquierda –y del amplio entramado de instituciones culturales que le son afines– es que solo ve aquí el potencial patológico. Eso se traduce en que es incapaz de ofrecer una apropiación de izquierda de las preocupaciones propias de este giro, pero también en que solo sabe estudiar a la derecha como patología. El resultado salta a la vista: ante los avances de esta, solo aparece el camino de la denuncia y la profundización de la desconexión que ya había respecto de esa ciudadanía con nuevas prioridades.
En un intenso año electoral en el mundo, los ejemplos de esto abundan. Estamos, después de todo, a ocho años del primer triunfo de Trump, y los derrotados de entonces no parecen haber sacado una sola lección significativa en el camino. Tras esa primera derrota el 2016, Mark Lilla (en “El regreso liberal”) notaba que la web del Partido Demócrata no ofrecía ningún proyecto común, solo diecisiete mensajes distintos para las diecisiete identidades a las que hablaba. Como cualquiera puede verificar, ese lado de su página web sigue intacto.
Pero en Europa la historia es la misma, como revelan algunos ejemplos de la última semana. En Alemania, a dos meses de las elecciones, se ha pretendido excluir de la contienda al partido Alternativa por Alemania (AfD), que hoy es la segunda mayoría del país. En Francia, se intenta sacar a Marine Le Pen de carrera llevándola a prisión. Lo más probable es que ni lo uno ni lo otro prospere, aunque son partidos con ingredientes altamente problemáticos. Pero la incapacidad para detenerlos por otra vía es un ejemplo notorio de la profunda desorientación de la izquierda.
Y no solo de la izquierda política, sino también de la cultural. Dos periódicos, The Guardian en Inglaterra y La Vanguardia en España, anunciaron esta semana que dejarían su presencia en twitter, a la luz del clima tras la elección de Trump. Numerosos académicos anuncian también su abandono de esa red para cambiarse a “Bluesky”, una cámara de eco de opiniones progresistas que los aislará tanto más de la gente que deploran. También esto lo veía Landerretche, al explicar la desorientación de su mundo por la poca empatía “de las izquierdas modernas con la realidad concreta de las personas comunes y corrientes”. Todo indica que falta mucho para pasar de este diagnóstico a alguna genuina reorientación de la izquierda.