La aceleración de los ciclos del capital facilitada por las nuevas tecnologías y los espacios virtuales va arrasando los recursos simbólicos, estéticos y morales disponibles, creando distintos niveles de contradicción.
La aceleración de los ciclos del capital facilitada por las nuevas tecnologías y los espacios virtuales va arrasando los recursos simbólicos, estéticos y morales disponibles, creando distintos niveles de contradicción. Monetizar es la consigna ante la cual la política democrática se va postrando en nombre de la libertad. Cada caso de corrupción termina ahora con procesos judiciales televisados a la Hollywood y cada escándalo acaba mezclándose, de una forma u otra, con venta de material erótico. Ya la vio en tribunales, véala ahora sin ropa. Polizzi, Barriga, Ahubert. Después de un receso moralista en que desapareció hasta la “Bomba 4”, la razón pornográfica ha vuelto con más bravura. Donde haya capital carnal, cada vez más rostros consideran hasta dignificante explotarlo. El que puede, puede. De alguna forma, el deseo bruto marcado como repugnante y censurable en el ámbito presencial, es validado como aceptable e incuestionable cuando es mediado por una pantalla y una tarjeta de crédito. Toda contradicción es salvada por el principio de rentabilidad individual: lo que renta es bueno.
En el ámbito cultural, por su parte, esta aceleración y monetización toma la forma de “luchas identitarias” o “luchas por la historia” que, en demasiados casos, terminan siendo extorsiones con excusa étnica o patrimonial. La identidad se ha vuelto un lucrativo negocio y una buena porción de la permisología son chiringuitos arqueológicos o culturales facultados por alguna ley para cobrarle peaje a distintos proyectos, creando cuellos de botella para la inversión. El afán de riqueza se muerde la cola. Ahora cualquier vestigio de algo resulta relevante no tanto para la ciencia, pero sí para la profesión de los arqueólogos. Y la etnomonetización ha hecho que aparezcan, auspiciados por la academia, Diaguitas en estaciones ferroviarias, Changos en Zapallar, y otros pueblos más resucitados al ritmo de la caja registradora. ¿Cuántos otros chiringuitos sostiene el complejo académico-activista? ¿Cierto feminismo de oportunidad? ¿Algún ambientalismo? La fallida Convención nos ilustra.
El debate de asuntos éticos, por último, sigue el patrón. El aborto libre y el suicidio asistido ganan apoyo en la medida en que los incentivos para suprimir lo no útil crecen, y lo bueno es equiparado a lo rentable. Retornan la eugenesia genética y social. El show que tendremos a fin de año con casi toda la primera línea del gobierno -con sueldos sobre seis millones de pesos- con niños recién nacidos o por nacer haciendo campaña por el aborto sin causales va a ser muy extraño. Con tal de fidelizar al votante propio y presionar a la oposición, en el mismo ciclo de fotos y videos de redes sociales se intercalarán sentidas celebraciones por la llegada de algunos niños, los propios, con ardorosas defensas de la supresión de otros venidos a familias de menores recursos o aquejados por alguna enfermedad. Tal como en la discusión sobre los vientres de alquiler, el áspero plano de la necesidad será cubierto con el suave manto de la voluntad.
Lo mismo con el suicidio asistido. Difícil que el debate chileno siga al británico en tratar de discutir en serio si los factores de clase afectan la decisión de preferir la muerte, o si el incentivo de despachar ancianos no será demasiado atractivo para sistemas de salud públicos colapsados. La contracara del consumo desenfrenado, el descarte -denunciado por el Papa Francisco- vendrá por todo.
El libro “Libre” de Lea Ypi relata el terrible proceso de transición desde el socialismo al capitalismo de mercado en Albania. Entre otras cosas, permite entender el giro actual hacia la “ultraderecha” de territorios que fueron soviéticos. Resulta que la pobreza material, al final, es más soportable que la miseria moral. Y la lucha por evitar que todo lo sólido se desvanezca en el aire no es hoy patrimonio de la izquierda. Especialmente en el caso de la izquierda progresista y millonaria que desprecia la nación, la familia y la religión, y que vive la aceleración del mundo y la dictadura del principio de rentabilidad como pura libertad y oportunidad, mientras que grandes sectores de la población, a los que miran con desdén, la viven como puro peligro.