“Desde hace más de un año que Bachelet –también el presidente Boric, y distintos miembros de la izquierda local– manifiestan su inquietud por la amenaza latente de la ultraderecha, mientras en el vecindario los riesgos objetivos están también, y hace un buen tiempo, del otro lado del espectro (además de Venezuela, en Nicaragua y Cuba)”.
Uno de los aspectos fundamentales de la crisis de seguridad que atravesamos tiene relación con el control territorial que ejercen algunas organizaciones criminales. Desde Arica hasta Punta Arenas hay grupos que crean órdenes jurídicos y políticos que le compiten al Estado. La situación es a lo menos dramática, pues cada uno de estos grupos requiere investigaciones e intervenciones distintas para ser erradicados, y muchas veces se enquistan en las comunidades, haciéndolos más resistentes a la intervención. Además, cada región (y comuna) tiene características y recursos diversos con los cuales operar. No es lo mismo enfrentar al narcotráfico en Santiago que la trata de personas en Arica o la extorsión en Valparaíso.
Varios de estos grupos compiten entre ellos y todos intentan crear, de un modo u otro, sus propios espacios de poder. La tesis con las que algunos buscan tranquilizarnos es decir que estas organizaciones son solo negocios y que si logramos cortar la válvula que genera el dinero lograremos acabar también con la violencia y la inseguridad. Pero el asunto no es tan simple. Quizás estos grupos no intentan reemplazar al Estado del mismo modo en que lo hacen algunos grupos terroristas en la actualidad o lo hacían las guerrillas latinoamericanas en los años 80 y 90. Sin embargo, esto no significa que en sus actividades haya solo intereses económicos. Para desarrollar exitosamente sus delitos, estas bandas criminales necesitan derrotar de algún modo al Estado, quitarle poder, someterlo a sus propios intereses, cooptarlo para resguardar sus ilícitos. La mayoría de las veces el crimen organizado es simplemente inviable sin un aparato estatal que lo proteja.
Se ha sugerido, por ejemplo, que los tiempos de paz en contextos de narcotráfico no se explican porque el estado triunfa sobre el narco sino que por la existencia de pactos de no agresión entre las autoridades y las organizaciones criminales. Y muchas veces esa es la única salida. Por ejemplo, Benjamin Lessing, cientista político de la Universidad de Chicago, plantea que es imposible atacar la corrupción, el narcotráfico y la violencia a la vez y que muchas veces hay que elegir cuál de los tres problemas solucionar. Y eso, en concreto, significa que por momentos no queda otra opción distinta a la de negociar con los malos.
Los órdenes paralelos al Estado creados por las organizaciones criminales implican una especie de pluralismo jurídico de facto, con todos los riesgos que ello implica. Distintos órdenes jurídicos para distintos territorios sin ningún control más que el de quienes son capaces de imponer sus propias normas en lugares específicos. El Estado no llega a todos lados; simplemente no puede hacerlo. Las organizaciones criminales tampoco, pero su intervención puede ser mucho más personalizada e individual que la del Estado, lo que puede tener serias consecuencias en el modo en que la ciudadanía valora el orden estatal.
En palabras del académico de la Universidad de Harvard Richard Fallon, el Estado puede tener legitimidad legal y moral, pero puede estar perdiendo legitimidad social con la ciudadanía de la mano de las organizaciones criminales. Si a pesar de las consecuencias terribles de sus actividades el narco provee orden, organiza ollas comunes, reparte los remedios y hace mucho del trabajo que no hace el Estado, es probable que estos grupos generen adhesión, lealtad y quiebres profundos –y quizás irrecuperables– con el orden estatal.
Este es un punto que hemos abordado poco frente a otros más urgentes como el alza de homicidios o los delitos violentos; sin embargo, es uno de los más fundamentales en el largo plazo. Si las bandas criminales logran posicionar sus órdenes como legítimos y válidos frente a los del Estado, nada de lo que estemos haciendo hoy tiene demasiado sentido. Dejar escapar la soberanía es un riesgo real y hay que ser conscientes de que, tal como están las cosas en la actualidad, no podemos arriesgarnos esa posibilidad. Si el Estado no llega, probablemente alguien más lo hace por él.