Tenemos, entonces, una sobreoferta de credenciales de educación superior, al tiempo que una demanda insatisfecha por más profesionales en el rubro policial, que abarca Carabineros, Investigaciones, Gendarmería y la Agencia Nacional de Inteligencia. Y también tenemos a toda una generación reclamando porque ya ni siquiera la mayoría de los títulos universitarios ofrecen seguridad laboral.
La gratuidad universitaria establecida por el anterior gobierno de Bachelet, bajo asesoría directa de algunos frenteamplistas, incentiva modelos de organización universitarios que ponen la cantidad y el flujo de estudiantes por sobre la calidad de la educación. Al pagar un arancel de referencia relativamente bajo y por un número fijo de años, lo ideal para las instituciones de educación superior no selectivas acogidas a la medida será rellenar a tope con estudiantes sus aulas y tratar de que permanezcan en el programa todos los años financiados. Es decir, que pasen rápido de curso y se titulen. De esta forma, la calidad de la educación impartida en muchas carreras se ve comprometida, así como el valor real de los títulos obtenidos. Si a esto se suma que cada año son más los estudiantes con analfabetismo funcional y discapacidad en el uso de aritmética básica que se suman a un sistema de enseñanza que asume dichas capacidades, el resultado es tan irracional como desolador. Y es poco lo que cualquier agencia de acreditación pueda hacer al respecto.
La gratuidad cuesta actualmente 2.172 millones de dólares al año. Y, en suma, nuestro modelo de educación superior es un botadero de recursos que carece de toda justificación honesta.
Mientras muchos de esos millones se dilapidan en estudios dudosos, la demanda ciudadana por mayor seguridad, más y mejores policías y una agencia nacional de inteligencia que realmente funcione crece cada día. Y todas las promesas gubernamentales respecto a perseguir y atrapar delincuentes -así como las relacionadas a la prevención de delitos y modernización del sistema carcelario- se las lleva el viento si es que no se traducen en una mayor capacidad efectiva de la fuerza policial, lo que sólo se podría lograr con una mayor dotación de agentes, mejor entrenamiento, mejor armamento, mejores cárceles y mayores recursos para perseguir delitos.
Tenemos, entonces, una sobreoferta de credenciales de educación superior, al tiempo que una demanda insatisfecha por más profesionales en el rubro policial, que abarca Carabineros, Investigaciones, Gendarmería y la Agencia Nacional de Inteligencia. Y también tenemos a toda una generación reclamando porque ya ni siquiera la mayoría de los títulos universitarios ofrecen seguridad laboral, mientras que el principal atractivo de la carrera policial es su estructura ordenada y previsible, que se volvería todavía más atractiva con mejores sueldos.
Por lo demás, si es que algún día nuestros legisladores se dignan a tomar en serio el desafío de crear servicios de inteligencia de alto nivel, aquello requerirá atraer analistas y agentes de alta calificación y capacidad. Agencias como el FBI, la CIA, el Mossad, el MI5 o el MI6 atraen a muchas de las mejores cabezas de sus respectivos países. Una agencia de inteligencia chilena no debería aspirar a menos.
Todo esto significa plata, pero es plata bien invertida. Es evidente que los desafíos de seguridad que enfrenta nuestro país sólo seguirán creciendo en complejidad y volumen, y que a punta de discursos altisonantes no van a mejorar las cosas. Hay que poner la plata donde se ponen las palabras, y ya que los recursos son escasos, lo lógico es mover financiamiento desde el sistema de educación superior al sistema de seguridad pública.
Entiendo que muchas personas objetarán esta idea señalando que el dinero destinado a educación debería permanecer en el sistema educativo. Yo estoy parcialmente de acuerdo: sería ideal intervenir nuestra educación temprana para que deje de ser, según muestran todas las investigaciones disponibles, principalmente una fábrica de analfabetos funcionales. Sin embargo, tristemente a nadie parece importarle mucho la calidad de nuestra educación básica y media, y mientras eso no cambie, es difícil que se redirijan recursos en esa dirección. Por otro lado, el sistema de formación y entrenamiento de profesionales de la seguridad pública también es, en algún sentido, parte del sistema educativo, sólo que no estamos acostumbrados a pensarlo así.
Por último, de nada va a servir seguir inflando penas y amenazando con persecuciones por cielo, mar y tierra en un país donde hayan más abogados que policías.