¿De qué sirve poner el mismo mote de ultraderecha a todo ese conjunto? Sirve, claro está, para identificar cierta orientación común. Pero sirve asimismo para que la izquierda eluda su deber de autocrítica.
En una de las primeras declaraciones importantes de su gira europea, el presidente Boric sostuvo el martes que había un “malentendido histórico” tras la adhesión de cierta izquierda latinoamericana a la figura de Putin. No puede caber duda de que tiene un punto importante: muchos imaginan aún a Rusia como “fuente de referencia de la izquierda en el mundo”, lo que contribuye a alimentar una alineación en extremo preocupante en la política exterior.
Concedido ese punto, son varias las preguntas que cabe levantar sobre las declaraciones del mandatario. Por lo pronto, ¿acaso habría que observar el conflicto presente de un modo distinto si Rusia siguiera siendo tal referente global de la izquierda? La pregunta parece contestarse sola. Pero el mayor (y revelador) problema se encuentra en la otra mitad de la afirmación del presidente. En su cruzada contra lo más rancio de la izquierda latinoamericana (incluida buena parte de su propio gobierno), el presidente afirma que Putin está en realidad aliado con la “ultraderecha”. ¿Qué decir de esto?
Pintando con brocha gruesa, esa afirmación tiene algo de cierto. La oposición a Bruselas a veces termina en el abrazo a Putin (así ha sido con Orban en Hungría o con la AfD en Alemania). Pero cuando uno deja la brocha gruesa y observa con atención el mapa, se encuentra con algo bien distinto de una alianza uniforme entre el gobernante ruso y la nueva ola de derechas europeas. Marine Le Pen, por ejemplo, supo terminar a tiempo con ese insano coqueteo. Su movimiento podrá tener otros problemas, pero ya hace más de un año que describe como catastrófico un eventual triunfo de Rusia. Otro tanto cabría decir de Giorgia Meloni en Italia, cuyo apoyo a Ucrania ha sido consistente. Y fueron los movimientos de estas mujeres, mucho más que la AfD, los que salieron fortalecidos en la elección del Parlamento Europeo del pasado fin de semana.
Ese punto es relevante no solo por lo que dice de la relación con Putin, sino por lo que nos recuerda sobre las diferencias entre los movimientos de cada país etiquetados como ultraderecha. Porque estos movimientos tienen obviamente algo común, en su mirada severamente crítica sobre la inmigración. Pero tienen también diferencias importantes en su composición ideológica. En el plano religioso hay desde movimientos neopaganos a otros de orientación cristiana. Tampoco en el antieuropeísmo hay una nota común, sino importantes diferencias (Meloni, una vez más, lo ilustra bien). Y luego están las formas políticas: el tono rupturista y de denuncia les puede ser común, y en algunos casos tiene visos patológicos. Pero también en eso hay diferencias de grado entre un país y otro.
¿De qué sirve poner el mismo mote de ultraderecha a todo ese conjunto? Sirve, claro está, para identificar cierta orientación común. Pero sirve asimismo para que la izquierda eluda su deber de autocrítica. Y algo revela, también, de nuestro presidente: Boric tiene una evidente ventaja respecto de la izquierda latinoamericana atrapada en gruesas categorías del pasado; pero atrapado en las gruesas consignas del presente, esa ventaja no es gran cosa de la cual jactarse.