Una vez que reconocemos el malestar –tanto su realidad como su legitimidad– hay espacio para plantearse preguntas serias sobre las múltiples demandas que emanan de él.
Hay un mínimo–de decencia, de humanidad, o como se quiera formular– exigible a quienquiera que comente el tumulto de los últimos días. Al menos hay que condenar de modo claro la violencia, y al menos hay que ser capaz de alguna empatía con el malestar ciudadano. Para muchos, esas dos condiciones mínimas ya parecen haber sido demasiado. El Frente Amplio ha mostrado en estos días una irresponsabilidad sin par en su condonación de la violencia, mientras que el gobierno, entre silencio y frivolidad, ha mostrado ser aún ajeno a la rabia incubada por años. No solo han dudado de su legitimidad, sino incluso la existencia del malestar les ha parecido dudosa.
Pero una vez que reconocemos el malestar –tanto su realidad como su legitimidad– hay espacio para plantearse preguntas serias sobre las múltiples demandas que emanan de él. Por lo pronto, durante las semanas precedentes uno habría imaginado que era la causa ecológica la que seguiría como principal foco de movilización. Razones para ello no faltaban, naturalmente. Pero si la sustentabilidad se sitúa en el centro de nuestras preocupaciones, difícilmente cabe esperar que la acompañe una baja en el costo de vida. La última semana, en tanto, todo estalló por una preocupación distintivamente santiaguina. El alza del metro ha sido descrita como la gota que rebalsó el vaso, como algo que no constituye de ningún modo el problema central; y, sin embargo, las tensiones con la preocupación regionalista saltan a la vista: aunque nadie quiera reconocerlo, las regiones acaban de ser obligadas a una vez más subsidiar a los capitalinos.
La lista de tensiones semejantes entre las distintas preocupaciones actuales puede extenderse, aunque muchos no quieran siquiera imaginar que puede haber conflicto entre ellas. "Aumentar pensiones, mejorar condiciones laborales, inversión en salud pública, descentralización, agua como bien público", pedía en estos días Gabriel Boric. Otros expandirán la lista con desmilitarización de Wallmapu, aborto libre, fin de las AFP, educación desmercantilizada, y lo que fuere. Los autores de estas listas imaginan que el pupurrí de reivindicaciones de alguna manera coincide, que en una "marcha de todas las marchas" todo esto puede confluir. Una tosca idea de progreso ilimitado puede encontrarse tras esta ilusión. También nuestro manejo del deseo ha cambiado: educarse es aprender a modelar el deseo en relación con la realidad, pero nuestro deseo se ve hoy estimulado de un modo que parece rechazar cualquier adaptación semejante.
Aquí entran los realistas duros, que parecen tener un mensaje muy sencillo: "¿usted quiere universidad gratuita o mejores pensiones? Porque los dos legítimos deseos se pelean un mismo restringido presupuesto". Tienen razón, y un país que no quiere reconocer su carácter precario, el carácter limitado de sus recursos, va derecho a la ruina. ¿Pero de qué modo se formula esto cuando una porción del país sí parece poder cumplir cada uno de sus deseos, cuando toda limitación le parece ser ajena?
Y aquí salta a la vista, una vez más, lo rotundamente perdido que está el discurso que insiste en que la desigualdad no es un problema, como han vuelto a hacerlo durante estos días algunos participantes de la discusión. Si queremos aprender a educar nuestros deseos para orientarlos a un horizonte de desarrollo razonable, si queremos un país en el que la meta sea pertenecer a una digna clase media, un cierto horizonte de igualdad es un ingrediente crucial.
No hay ningún igualitarismo dogmático en esa posición, sino la simple convicción de que hay cierta igualdad necesaria para saberse parte de una misma comunidad política. Necesitamos profundas reformas sociales y necesitamos en medio de ellas saber priorizar. Los que niegan lo primero son tan irresponsables como los que niegan lo segundo.