La Navidad nos desafía a recordar el mensaje central de Cristo: un llamado a la humildad, a la coherencia, a la justicia y al amor. Más que una tradición cultural o una festividad del comercio, esta celebración es una invitación a vivir de manera consistente con los valores que transformaron el mundo para siempre.
En su libro Dominion: How the Christian Revolution Remade the World, el historiador británico Tom Holland traza la impresionante influencia del cristianismo en la construcción de la cultura occidental. Muchas de las ideas que hoy damos por sentadas -como la igualdad, los derechos humanos o la compasión por los más desvalidos- tienen raíces profundamente cristianas, aunque a menudo se presentan como conceptos universales o laicos.
Querámoslo o no, es innegable que la figura de Cristo significó una revolución sin precedentes en la historia humana. A través del amor y el perdón, abriéndole el cielo a los marginados de siempre, Cristo introdujo una ética radical que presentaba lógicas muy distintas a las del mundo antiguo, basadas en el honor, la fuerza, la jerarquía, la inevitabilidad de las desigualdades sociales y el desprecio por los débiles. Un rey que nace en un pesebre, que muere en una cruz y que vive con los pobres es la antítesis de todo lo que se valoraba en ese entonces. Hoy padecemos de cultura victimista, pero antes del cristianismo el problema era el opuesto: la incapacidad de siquiera pensar en la víctima.
A pesar de la potencia del mensaje cristiano en nuestra vida cotidiana -Holland muestra incluso cómo en las letras de The Beatles es posible percibirlo-, la cantidad de personas identificadas con alguna religión cristiana ha bajado dramáticamente. La encuesta Bicentenario, por ejemplo, muestra que entre el año 2006 y el 2023 las personas que no se identificaban con ninguna religión subieron de un 12 % a un 33%. Durante el mismo período, las personas que profesan la religión católica bajaron de un 70% a un 45% de los encuestados. Y ese decrecimiento católico, a diferencia de tres décadas atrás, ya no significa crecimiento evangélico.
Estos números se podrían explicar por múltiples razones, entre las que se encuentran los numerosos delitos y escándalos cometidos por las autoridades de las iglesias, la distancia entre las instituciones eclesiásticas y los jóvenes, el auge de la espiritualidad de redes sociales y un largo etcétera. La paradoja, entonces, se vuelve evidente: en un mundo profundamente influido por el cristianismo las personas encuentran cada vez más motivos para no identificarse con el mismo.
Una pregunta fundamental, especialmente en fechas tan significativas como la Navidad, es qué rol jugamos los cristianos en un contexto como este. Aunque en muchos sentidos sufrimos las crisis de las iglesias, también somos, en parte, responsables de ellas. La manera en que nos relacionamos con las personas a menudo determina la imagen que ellas proyectan del “católico” o “cristiano” en general.
Si yo me considero un ferviente católico, pero no le pago las imposiciones a mis empleados o no trato con justicia a quienes trabajan conmigo, es difícil que la imagen del catolicismo sea positiva. Si yo me considero un cristiano ejemplar, pero “roteo” a todos los que no pertenecen a mi minúsculo círculo social, esa percepción de seguro empeora aún más. Si yo me considero un católico modelo, pero no soy capaz de tratar con respeto a las personas que trabajan en tiendas y restaurantes, la situación sigue empeorando. Si alardeo de mi fe mientras busco excusas para no cumplir con la ley laboral o trato de aprovecharme económicamente de otros, lo que estoy proyectando no es un ejemplo de vida cristiana, sino hipocresía. Y así suma y sigue.
En este contexto, la Navidad nos desafía a recordar el mensaje central de Cristo: un llamado a la humildad, a la coherencia, a la justicia y al amor. Más que una tradición cultural o una festividad del comercio, esta celebración es una invitación a vivir de manera consistente con los valores que transformaron el mundo para siempre. No se trata sólo de llenar iglesias o de aumentar el porcentaje de creyentes, sino de reflejar en nuestras acciones la ética radical que dio sentido a la primera Navidad y que, a pesar de nuestras permanentes limitaciones, nos invita a mejorar todos los días y no solo los domingos frente al cura.
Cristo nació en un pesebre, entre los pobres y marginados, para enseñarnos que la grandeza no está en el poder, el dinero, las jerarquías o el estatus. Esa es la verdadera revolución. La única que vale la pena.