Es patente, en efecto, que nuestra mirada al pasado guarda una relación estrechísima con las actitudes que tenemos aquí y ahora. Si solo nos sabemos relacionar con el pasado en actitud de sospecha, esa será la nota dominante también entre conciudadanos.
Hace ya unas dos semanas que la periodista Elena Irarrázabal llamaba la atención sobre la imagen que, a través de sus exposiciones y sus guías, le parecía dar de sí mismo el Museo Nacional de Bellas Artes: un museo “racista, clasista y machista”. Su columna fue tratada con desdén por parte del establishment ligado a las artes, pero contribuyó a abrir una discusión cuya importancia no se nos debiera escapar. La ha retomado Pablo Chiuminatto en entrevista con el suplemento Sábado, donde subraya que hay una “intencionalidad al instalar paradigmas orientados a decolonizar el museo”.
Como cualquier lector de las mencionadas columna y entrevista puede constatar, sus objeciones a la mentalidad predominante no suponen ningún tipo de defensa cerrada de lo patrimonial contra el arte contemporáneo, ni nada por el estilo. Pero sí invitan a mirar el pasado con un rango amplio de actitudes. En palabras de Chiuminatto, necesitamos no solo sospecha, sino también compasión. Sus palabras nos ponen, así, ante un hecho evidente: no es solo el destino de los museos lo que está en juego, ni son solo los integrantes del mundo del arte quienes deben estar preocupados por el rumbo de estas discusiones.
Es patente, en efecto, que nuestra mirada al pasado guarda una relación estrechísima con las actitudes que tenemos aquí y ahora. Si solo nos sabemos relacionar con el pasado en actitud de sospecha, esa será la nota dominante también entre conciudadanos. La ingenua celebración de una herencia heroica nos puede volver acríticos, cierto; pero una floja actitud de denuncia, incapaz de ver grandeza y motivos de gratitud, nos lleva a un discurso de puro emplazamiento. Eso por no hablar de lo desmoralizadora que resulta esa imagen del pasado, tan imaginaria como la que pretende reemplazar.
Una vez que fijamos la mirada en este asunto, saltan a la vista además sus muchas ramificaciones. Términos originalmente acuñados para casos singulares –“holocausto”, “negacionismo”, etc.–, acaban siendo aplicados a todo acontecimiento doloroso o injusto del ayer. Si nuestro discurso ciudadano carece de todo sentido de proporción, también eso parece encontrar aquí un reflejo.
¿Cómo no ver el problema? La distancia que naturalmente tenemos respecto del pasado debiera, en realidad, constituirlo como un objeto ideal para ejercitar estas disposiciones: el sentido de proporción en la descripción de los hechos, la compresión en lugar de la sola sospecha, la capacidad de notar rasgos admirables también en la posición que se mira con recelo. ¿Cómo podríamos encontrar un camino de regreso a esas disposiciones en el presente, si no somos capaces de hacer el ejercicio respecto de nuestra historia?