Quizá el octubrismo no ha muerto —y conviene estar alertas—, pero por ahora agoniza.
Las izquierdas jamás anticiparon cuán mal envejecerían el 18-O y sus consecuencias. No faltaron advertencias sobre los graves peligros de la instrumentalización de la violencia y la tentación nihilista involucrada, y nada justificaba el vil propósito de derrocar al legítimo gobernante electo en las urnas. Sin embargo, en esos afiebrados días de octubre y después fueron demasiados los políticos, académicos y comunicadores que olvidaron los límites que exige la convivencia civilizada. “¡Cómo quieren que no lo quememos todo!”, llegó a decir una diputada frenteamplista pronto caída en desgracia (el carabinero que motivó esos dichos, finalmente absuelto, nunca recibió las disculpas del caso).
Desde luego, el descontento social expresado en 2019 no era un invento (y las derechas con vocación de gobernabilidad deben recordarlo). Tampoco lo eran sus antecedentes, como el estancamiento económico; el abismo entre la ciudadanía y sus representantes, agudizado por el voto voluntario y el sistema electoral vigente; y el previo deterioro de aquellas comunidades que ofrecen un horizonte de sentido, como familias, escuelas e iglesias. No obstante, las grandes mayorías no deseaban “tirar al basurero de la historia” —así se hablaba hasta 2022— ni sus trayectorias de los últimos “30 años” ni la herencia del Chile republicano.
En suma: si la quinta conmemoración del estallido incomodó tanto a quienes en 2019 se ilusionaron con su propia Toma de la Bastilla no fue sólo por la extravagante conferencia de prensa presidencial sobre el caso Monsalve, realizada —ironías del destino— el 18 de octubre de 2024. Mucho antes los pretendidos voceros del pueblo ya habían mostrado su honda desconexión del Chile profundo, que hoy está peor que en 2019 y sueña ante todo con vivir seguros; con alcanzar la mayor certeza posible en las distintas dimensiones de la existencia. Y tanto la “revuelta” como su proyección política en la fallida Convención debilitaron al Estado e incitaron todo lo contrario: una angustiante y fundada sensación de inestabilidad (sincerada como objetivo por un actual embajador).
Quizá el octubrismo no ha muerto —y conviene estar alertas—, pero por ahora agoniza.