Los opositores ingleses a la eutanasia pueden haber perdido esta votación, pero mostraron una comprensión de este hecho que no había sido tan visible en las discusiones de otros países.
Con 330 contra 275 votos, el Parlamento británico aprobó la semana pasada un proyecto de ley de eutanasia. No es la última palabra en esta discusión, pues la propuesta va ahora a comisiones, vuelve luego a la Cámara de los Comunes y termina finalmente en la de los Lores. Pero pase lo que pase en las próximas etapas, el intenso debate alrededor del viernes 29 deja importantes lecciones al resto del mundo.
Para comprender lo que ocurrió vale la pena notar cómo se dividieron los votos. Después de todo, los dos parlamentarios de más largo tiempo en ejercicio -la laborista Diane Abbott y el conservador Edward Leigh- escribieron en conjunto contra la propuesta. No eran la derecha y la izquierda a secas los bandos en disputa. En efecto, si bien la iniciativa provino de la izquierda y fue apoyada con entusiasmo por el Primer Ministro, la composición política del apoyo no respondió a la alineación usual (la Secretaria de Salud del mismo gobierno, por ejemplo, se opuso). Un veterano de izquierda dura como Jeremy Corbin votó en contra, mientras el ex Primer Ministro de derecha, Rishi Sunak, lo hizo a favor. Con ese voto, Sunak fue sólo uno de los 23 parlamentarios de derecha que aprobaron la propuesta, rechazada por otros 92. Pero entre los laboristas la proporción fue más pareja: 234 apoyaron la propuesta (sólo un 58%), 147 la rechazaron. Todo esto es elocuente respecto de dónde se situó la división fundamental. En la derecha esta pregunta dividió a comunitaristas o conservadores de individualistas, y en la izquierda a socialdemócratas de progresistas (es entre los LibDems que recibió apoyo abrumador). Se pueden sumar muchos matices a esta descripción, por cierto, pues hay “individualistas” que conservan fuertes razones morales contra la eutanasia. Pero esa fue la fractura fundamental.
Más allá del debate parlamentario, esta configuración se reflejó también en el mundo de la opinión pública. Así, mientras The Economist escribía sobre esta “singular oportunidad para enriquecer las libertades fundamentales de las personas”, en otros espacios plumas de muy distinta orientación levantaron un diagnóstico crítico. En Unherd, por ejemplo, la filósofa feminista Kathleen Stock dio voz a los paralelos que le parecía haber con la discusión trans. Recordemos que fue precisamente en Inglaterra donde, mediante el Informe Cass, se destapó el año pasado la enorme escala en que adolescentes confundidos eran empujados a tratamientos irreversibles. Stock, como veterana de esas discusiones, nota cómo también ahí se vio palabras como “compasión” usadas para “justificar lo que apenas pocos años antes cualquiera podía reconocer como negligencia médica”. También en esa discusión, insistía, la pretendida atención a excepcionales tragedias personales acabó en un escándalo de gran escala. Otros, como el escritor Sebastian Milbank, han abordado el corazón mismo de la discusión: que no se acrecienta la libertad de nadie invitándolo a “pesar” el valor de su propia vida y decidir si vale la pena preservarla. Como ha escrito en una columna de The Critic, “algunas ‘elecciones’ son en extremo crueles, y nadie debiera jamás ser forzado a tomarlas”.
Esa formulación (“ser forzado”) recoge, por otro lado, la creciente comprensión de que en esta cuestión no se juegan sólo libertades individuales. Muchas voces en la discusión parlamentaria alertaron respecto de la presión que, aprobada la eutanasia, recaerá sobre ancianos, discapacitados y vulnerables. Por algo, más de 350 organizaciones dedicadas a los derechos de las personas discapacitadas se declararon contrarias al suicidio asistido (y ni una sola a su favor). ¿De qué presión se trata? No siempre una presión intencional y explícita, pero sí la muy real exigencia de tener que justificar por qué no se toma una opción que está disponible (la ley propuesta incluso permite a los médicos sugerir por iniciativa propia la eutanasia a sus pacientes).
Se trata de una cuestión especialmente sensible en sociedades de acelerado envejecimiento y precarios sistemas de salud. ¿Cómo justificar que se siga gastando recursos y atención cuando hay una salida aparentemente más fácil disponible? ¿Hay incentivos para una fuerte inversión en cuidados paliativos bajo esas condiciones? La idea de que la eutanasia sólo aumenta el rango de nuestras opciones, que ese camino sólo estará disponible para el que lo quiera, ignora el peso que estas preguntas -aunque rara vez sean explícitas- adquieren en el mundo real. Los opositores ingleses a la eutanasia pueden haber perdido esta votación, pero mostraron una comprensión de este hecho que no había sido tan visible en las discusiones de otros países.
Las contradicciones a las que nuestra sociedad se ve empujada se pudieron ver también en la campaña pro-eutanasia desplegada en los espacios del Metro londinense. Un conjunto de llamativas gigantografías mostraba a personas de mediana edad celebrando la eutanasia casi como si fuera un mecanismo de autorrealización. Pero en ese mismo lugar, como ha notado Yuan Yi Zhu, hay al menos un intento de suicidio por semana. La gran pregunta, por supuesto, es cómo sostener de manera coherente las campañas por la prevención del suicidio cuando al mismo tiempo una sociedad determina que quien quiere acabar con su vida debe ser afirmado en ese deseo. ¿Es siquiera posible ser serio en la prevención del suicidio cuando se enfrenta con esa frivolidad la muerte administrada por el Estado? Tal vez no estamos ante un tropiezo publicitario, sino ante una revelación más de las consecuencias insospechadas de la puerta que se está abriendo. Como lo formuló Dan Hitchens en First Things, las sociedades que aprueban la eutanasia acaban descubriendo que “no es un procedimiento, sino una realidad viva”.
Las lecciones que se desprenden de aquí son elocuentes, y debieran pesar de manera decisiva en nuestro país. Eso supone, por cierto, que no sólo cierta élite política y académica revise sus posiciones, sino también la ciudadanía, cuyo apoyo a la eutanasia parece en principio enorme. Pero también en eso el caso inglés puede ser instructivo. Tal como en Chile, la eutanasia parece contar allá con una adhesión que va del 60 al 73% de la población. Pero como ha salido al descubierto, mucho depende de cómo se formulan las preguntas. Cerca de un 40% de la población inglesa, según un reciente estudio, sigue confundiendo la eutanasia con el evitar la encarnizada prolongación artificial de la vida. A mayor conocimiento de la discusión, por otro lado, el apoyo a la eutanasia se reduce de manera drástica.
No es apelando a estadísticas, claro está, que se zanja la discusión de principios. Pero si algo debiera desaparecer de esta discusión, es la sensación de un destino inevitable. Si el distópico ejemplo de Canadá ha servido para agudizar las dudas en Inglaterra, la discusión inglesa bien puede traer a la nuestra más conciencia de las cuestiones implicadas.