La crisis que desató Manuel Monsalve en La Moneda no sólo es grave por los trágicos hechos que se le acusan sino también porque deja muy mal parado al Estado en esa disputa frente a grupos que lo desafían abiertamente, como las organizaciones criminales
No hay que ser un adivino para notar que la debacle política de los últimos meses refleja una crisis profunda del Estado. Desde los audios de Luis Hermosilla hasta la caída de Manuel Monsalve muestran que hay varios espacios del aparato estatal capturados por la corrupción y las malas prácticas. A modo de solución se han planteado muchas alternativas y múltiples castigos para todos los culpables. Aunque esto es ciertamente un aspecto fundamental, las reformas que se planteen no serán suficientes si es que no obedecen a una aproximación al Estado que sea distinta, menos ingenua y más apegada a la realidad práctica de la burocracia estatal.
¿A qué me refiero con esto? En general, a que debemos ser capaces de distinguir claramente lo que esperamos del Estado de lo que realmente hace o puede hacer. No podemos seguir planteando planes para arreglar el Estado basados en ideales que no tienen en consideración el modo en que el aparato estatal se despliega en las distintas dimensiones de la vida social. Por ejemplo, no es recomendable solucionar nuestra crisis de seguridad con políticas de “mano dura” si las condiciones actuales de nuestras cárceles sólo generan mayores incentivos para el crimen.
El politólogo Joel Migdal ha sugerido que el Estado es al mismo tiempo imagen y práctica. Por un lado, vivimos con la persistente imagen del Estado como un ente autónomo, unificado, integrado y coherente que controla la toma de decisiones y las reglas al interior de un territorio. Por el otro lado, tenemos la práctica estatal, entendida como el conjunto de relaciones que el Estado teje cotidianamente con otros actores. Estas relaciones suelen estar marcadas por una disputa permanente por el control social entre el aparato estatal y otros grupos que buscan imponer sus propias reglas. Al final del día, el Estado no es la única organización que busca mandar al interior de un territorio.
En este sentido, la crisis que desató Manuel Monsalve en La Moneda no sólo es grave por los trágicos hechos que se le acusan sino también porque deja muy mal parado al Estado en esa disputa frente a grupos que lo desafían abiertamente, como las organizaciones criminales. Si hay algo que diferencia al Estado de estos grupos es precisamente la legitimidad que le otorgamos para manejar la violencia. Cuando burócratas como Monsalve hacen uso de esas facultades extraordinarias de modo discrecional y a su antojo se pierde la distinción entre el Estado y los delincuentes.
Asimismo, en nuestros intentos por reformar el Estado nos ha faltado entender que, en los términos de Migdal, la práctica estatal muchas veces contradice a la imagen. Dicho en simple, el modo en que el Estado se plasma en la vida cotidiana es muy distinto de cómo pensamos que actúa. Varias de las propuestas que hemos construido en torno al Estado y su modernización, por ejemplo, se han basado más en su imagen que en sus prácticas; más en el ideal que buscamos conseguir y mucho menos en la realidad o en las herramientas y recursos con los que contamos para construirla.
Un ejemplo bastante claro de esta aproximación es la insistencia del oficialismo con la construcción del Estado de bienestar a la europea. Desde el Frente Amplio han señalado por años que ese es el camino a seguir, como si aquello dependiera simplemente de la voluntad o de las intenciones y no de las condiciones estructurales del país, tales como la tasa de natalidad, la educación durante la primera infancia, la inestabilidad familiar o el envejecimiento. ¿Tiene algo que decir la izquierda sobre estos problemas? ¿Hay algún discurso serio más allá de los eslóganes que se haga cargo de todas esas realidades?
Otro ejemplo, más vinculado a la oposición, tiene que ver con aquella aproximación que considera que lo único que importa es hacer más eficiente al aparato estatal. Procesos como la digitalización del Estado trajeron muchos beneficios a miles de personas, pero quizás también tuvieron ciertos costos insospechados que en su momento no fueron sopesados adecuadamente. Pensemos, por ejemplo, en cuánta presencia perdió el Estado a nivel territorial producto de dinámicas que buscaban darle eficiencia como la digitalización, o cuántas personas dejaron de tener contacto permanente con el aparato estatal a partir de procesos de este tipo ¿Hay alguna correlación entre los proyectos que han buscado “quitarle grasa” al Estado y el retroceso del aparato estatal en las últimas décadas? ¿Tuvo algo que ver esto con el avance de otros órdenes paralelos al Estado, como los criminales?
Todas estas son preguntas necesarias de cara a cualquier reforma mayor al Estado. Dicho de otro modo, los cambios para enfrentar adecuadamente la crisis del Estado deben incluir en la balanza lo que queremos, pero también las prácticas estatales, el conjunto de interacciones cotidianas del aparato estatal con otros actores. De nada sirve proponer reformas si ellas no consideran la existencia (o ausencia) de estas relaciones, o si están sostenidas en premisas que no tienen demasiado asidero en la realidad. Si insistimos en reformar pensando sólo en la imagen que tenemos del Estado, en el ideal, en lo que debemos ser, nunca saldremos del problema en el que estamos. Soñemos, pero con los pies en la tierra.