Opinión
El momento de la excelencia

“La misma Crovetto tenía ayer las palabras que en tantas áreas de la vida necesitamos: “Que trabajen duro, que sean profesionales, que sepan levantarse de la adversidad”. Un mensaje bien simple, podría alguien alegar, pero la verdad es que parece hoy radicalmente contracultural”.

El momento de la excelencia

No habían pasado muchos minutos desde el oro olímpico de Francisca Crovetto y se lo usaba ya para argumentar respecto de la ley de armas. No era completamente fuera de lugar, pues la deportista misma se había pronunciado al respecto dos años atrás. Pero ese uso de su triunfo es bien revelador de cómo cada acto imaginable termina hoy integrado en nuestras batallas culturales y políticas. “Debemos acabar con la neutralidad del ajedrez”, afirmaba un siglo atrás el estalinista Nikolái Krylenko. En cierto sentido, estamos de regreso en ese espíritu.

El problema, por cierto, no es extraer conclusiones extradeportivas de los hitos deportivos. Eso naturalmente se puede hacer. El problema es que, en lugar de elevarnos, se saca una conclusión que nos arrastra al barro de disputas bien secundarias. Y esa tentación debemos resistirla, porque este triunfo tiene el potencial para recordarnos una lección muy distinta. No hace falta ir muy lejos para encontrarla. La misma Crovetto tenía ayer las palabras que en tantas áreas de la vida necesitamos: “Que trabajen duro, que sean profesionales, que sepan levantarse de la adversidad”. Un mensaje bien simple, podría alguien alegar, pero la verdad es que parece hoy radicalmente contracultural. Necesitamos padres que fijen a sus hijos metas elevadas y que transmitan el valor de la disciplina. Necesitamos recuperar amor por una excelencia que no es puro talento, sino fruto de un esfuerzo a veces extremo. Hay que “vivir con la presión y abrazarla,” añade Crovetto.

No es que a otros tiempos les brotara espontáneamente esa inclinación. Pero si siempre ha supuesto un desafío, hoy, como nunca, requiere una disposición consciente. Lo notaba ya tempranamente Tocqueville, quien veía emerger un mundo democrático con tal vez buenos ciudadanos, pero sin grandes hombres; con cierto bienestar general, pero poca grandeza. No lo describía en tono de mero lamento, pues veía que ese mundo le ganaba en justicia al anterior. Pero reconocía algo perdido, y veía que para salvar la excelencia tendría que ser buscada de manera más intencional.

Y si eso vale para el mundo moderno en general, ciertamente vale para el Chile de este crítico instante. Una cara de nuestra crisis es la violencia, y ella nos hace anhelar ante todo seguridad. Pero es también una crisis de mediocridad, y ante eso se debe buscar no seguridad sino cosas altas. Eso no tiene por qué desplazar a toda otra pasión humana. La igualdad y la inclusión tienen también su lugar y su justificación. Pero tenemos que volver a aprender cómo combinar estas cosas y estos discursos de una manera que no nos paralice, que vuelva a la excelencia algo deseable antes que un objeto de sospecha.

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