Todavía no ha aparecido un argumento razonable por parte del Ejecutivo que justifique por qué la comunidad católica debería mantenerse en silencio ante políticas que, según su visión, atentan contra la dignidad humana.
Múltiples voces han expresado su opinión sobre el reciente impasse entre el cardenal Fernando Chomali y la ministra de la Mujer, Antonia Orellana. Aunque la secretaria de Estado ha recibido abundantes críticas -incluyendo a personeros del PS- no han faltado opiniones escépticas del rol de la institución, y así lo han hecho saber de diferentes maneras. Aprovechando el conflicto, algunos han intentado revivir una vieja disputa entre el poder del Estado y las autoridades eclesiásticas. El diputado Vlado Mirosevic dijo en esa línea: “Las opiniones del arzobispo Chomali son legítimas. Pero no nos olvidemos que en un Estado laico la Iglesia no tiene el poder -que tuvieron durante mucho tiempo- para vetar una discusión cómo la Ley de Aborto”.
Sin embargo, cualquier análisis serio llevará a la conclusión de que la discusión aquí no versa sobre una confrontación entre el Estado e Iglesia, ni tampoco sobre su inexistente poder de veto. La disputa ocurre entre el Gobierno -cuyo carácter hostil a las organizaciones religiosas, y en particular cristianas, es cada vez más visible- y las autoridades católicas. La Iglesia no tiene poder de veto -el único que jurídicamente lo tiene es el Presidente-, pero sí tiene el derecho a participar en el debate público en la forma que estime conveniente. Esto se debe no sólo a que forma parte de la sociedad civil, sino a dos razones adicionales. En primer lugar, porque es una autoridad y comunidad relevante para una gran masa de ciudadanos. Y, en segundo lugar, porque es una personalidad jurídica de Derecho Público que brinda valiosas prestaciones sociales en salud, educación, alimentación y acogida a niños, ancianos y personas sin hogar. De esa manera, aparte de derecho, tiene la obligación moral de participar en los debates que le conciernan.
Por lo mismo, lo que se encuentra en el fondo del conflicto revela disputas más personales que institucionales. Lo anterior es, en cierto modo, predecible: muchos en el Gobierno tienen aversión a lo que encarna la Iglesia y la doctrina cristiana, porque su prédica va en contra de lo que ellos son y representan. Recordemos, por ejemplo, cuando en 2013, Antonia Orellana irrumpió con un grupo de 200 personas en una eucaristía nocturna para gritar consignas en favor del aborto. En esa ocasión, hubo destrozos dentro del templo y rayados contra la fe católica. Todo muy laico y democrático.
Todavía no ha aparecido un argumento razonable por parte del Ejecutivo que justifique por qué la comunidad católica debería mantenerse en silencio ante políticas que, según su visión, atentan contra la dignidad humana. De hecho, incluso algunas personas que apoyan el aborto reconocen que ese acto produce una colisión entre los derechos del feto y los de la mujer que merece ser discutida. La Iglesia, entonces, tiene que hacer valer sus argumentos, que no se reducen a puro dogmatismo, como algunos en el Gobierno creen. Aunque esto es elemental, conviene recordarlo: desde hace tiempo, todos sus argumentos sobre el orden social vigente operan también en una esfera racional. En la Encíclica Fides et ratio, por ejemplo, Juan Pablo II es claro al afirmar que la Iglesia “aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que la hagan cada vez más digna de la existencia personal”. En ese texto se explica cómo la institución elabora sus argumentos en base a la fe, pero también en concordancia con las distintas ciencias y la filosofía. En ese sentido, es un interlocutor válido en cualquier contexto. Luego será el Parlamento que tome la decisión, como corresponde en democracia, pero la discusión en el espacio público debe acogerlas todas.
Tal vez la frase del cardenal pudo haber sido más precisa, pero en ningún caso fue irrespetuosa ni una mera provocación: simplemente reflejaba la opinión representativa de una parte importante de la ciudadanía, y más aún en Navidad. La misma ciudadanía que rechazó el proyecto de la Convención que establecía aborto libre, idea que también ha sido rechazada en el Congreso cuando se ha planteado. Lamentablemente, el Gobierno prefiere ignorar que, al menospreciar la opinión de la principal voz del mundo católico, también desprecian a un número considerable de personas que confían en su proyecto temporal y eterno. En efecto, cuando se ataca a la Iglesia sin justificación, también se ataca a sus fieles, a chilenos que la administración Boric supuestamente también busca representar.