Opinión
El enigma Trump

Como enseñaba Raymond Aron, es cierto que en el mundo hay fuerza, pero no es cierto que en el mundo sólo haya fuerza. Trump quiere enfatizar una dimensión de la realidad que muchos habían olvidado, pero eso puede conducirlo a ignorar otras dimensiones que no son menos reales.

El enigma Trump

Esta semana, Donald Trump asumió por segunda vez la presidencia del país más poderoso del mundo. Sería un error considerar este mandato como un remedo del primero, no sólo porque obtuvo una mayoría electoral contundente, sino porque su intención parece ser distinta: más enfática, más decidida y —si cabe— más provocadora. En efecto, si algo puede sacarse en limpio de sus primeras horas es la energía con la que se impone: Trump aspira a convertirse en un torbellino. No quiere ser un mandatario más, y quizás esa sea su única promesa auténtica (y que permite comprender el sentido general de su discurso).

El primer objetivo de la estrategia es anular al adversario. En su primera intervención como presidente, Trump fue extraordinariamente implacable con el gobierno de Biden, en su presencia. Hay algo en este gesto que lo retrata bien: quiere humillar. Es importante no confundirse en este punto, pues lo relevante no es la falta a las normas elementales de cortesía. Con todo, hay algo más. Trump quiere pasmar pues —como bien sabía Maquiavelo— el pasmado se paraliza. De hecho, la situación no sorprende tanto por sus palabras como por el silencio del mundo demócrata, que no sabe cómo responder las invectivas. Dado que no aún no comprende las causas de su derrota, no tiene nada que decir.

Su retórica internacional funciona con el mismo dispositivo. Trump es brutal porque quiere que todos quedemos atónitos, y perdamos de vista lo esencial. Producir escándalo es su mejor táctica, como ha quedado demostrado una y otra vez. Desde luego, esto no quita que haya que tomarlo en serio, aunque en su propio registro: busca aumentar su poder de negociación y dibujar un nuevo escenario. Panamá, Groenlandia y Canadá son parte de su plan, pero, al menos en una primera etapa, la finalidad es poner un máximo de presión sobre todos los actores. El mensaje es el siguiente: América está de regreso. Si Estados Unidos está invadido por una sensación de declive, pues bien, él está allí para restaurar su grandeza. Y esa restauración exige una prueba constante de fuerza. Si se quiere, el principal desafío de Trump es geopolítico, y guarda relación con China. La convicción subyacente es que el único modo de impedir la hegemonía china es preparar cuanto antes la inevitable prueba de fuerza. Todo el poder —simbólico, militar, estratégico— que sea posible acumular será bienvenido de cara a ese acontecimiento. 

Las almas progresistas tienen muchas dificultades para aprehender el fenómeno Trump. En rigor, el mandatario encarna por sí mismo la refutación de cualquier forma de optimismo histórico. Trump viene a recordarnos que en el mundo hay conflicto y tragedia, y que más vale asumirlo so riesgo de ser absorbido por otros. Esta es la gran diferencia con Europa, que probablemente quede marginalizada en el nuevo escenario. El motivo es simple. La construcción europea reposa, por definición, en la ilusión cosmopolita según la cual el mundo puede ser pacificado a través del derecho y del mercado. Como Europa no ha sabido salir de ese espejismo, no tiene tampoco la menor idea de cómo lidiar con Trump. Europa no sabe lo que está ocurriendo porque decidió —hace décadas— salir de la historia.

Ahora bien, nada de lo dicho significa negar las dificultades objetivas que Trump enfrentará muy prontamente. Por de pronto, le será muy difícil acabar con el conflicto en Ucrania, en parte porque ninguna de las partes en conflicto tiene ningún interés en una salida media: las cuestiones ya llegaron demasiado lejos. En términos generales, además, su retórica bien puede encender los ánimos, radicalizar a sus adversarios externos, y volverse luego en su contra. Los equilibrios globales son muy precarios. Por otro lado, su base de apoyo es mucho más heterogénea de lo que parece, pues conviven allí muchas doctrinas contradictorias, tanto en economía como en relaciones internacionales. Al mismo tiempo, su tono horada las bases del diálogo que, tarde o temprano, le será necesario.

Sin embargo, sería iluso suponer que Trump ignora todo lo anterior. Lo sabe, pero su diagnóstico es que, para recuperar la gloria, resulta indispensable tensarlo todo al máximo. Desde luego, hay una dimensión performativa en el discurso, que busca producir efectos por el solo hecho de ser pronunciado. Y, la vez, se trata de un esfuerzo por recuperar la agencia, tanto frente a la figura de Biden (que encarna la pasividad) como a las teorías del fin de la historia (que suprimen la iniciativa humana). Aquí reside, me parece, todo el peligro: si Trump es sólo una reacción a esas lógicas, entonces está condenado a pecar por los excesos contrarios. Como enseñaba Raymond Aron, es cierto que en el mundo hay fuerza, pero no es cierto que en el mundo sólo haya fuerza. Trump quiere enfatizar una dimensión de la realidad que muchos habían olvidado, pero eso puede conducirlo a ignorar otras dimensiones que no son menos reales. Si esto es plausible, Trump no sería más que el reemplazo de una quimera por otra. 

Es fácil indignarse con Trump. De hecho, es lo que él busca sistemáticamente. Sin embargo, lo desafiante es tratar de situarse en un mundo cuyas coordenadas están cambiando rápidamente, y eso exige conocer las categorías que mueven al mandatario norteamericano. Guste o no, comprender el mundo exige hacer todo lo posible por desentrañar —sine ira et studio— el enigma Trump. 

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